Secretos del pasado. Valle de Robles 2

Sara - Capítulo 5

Capítulo 5

 

Sara

 

 

 

 

 

 

 

 

Septiembre de 2016

 

 

Sara salió del trabajo a media tarde, su hora habitual. Había entregado los últimos niños a sus padres y se había quedado con el pequeño Pablo porque su madre la había avisado de que volvía al Valle tarde por culpa de la lluvia. A Sara le encantaba que lloviera, le daba calma, pero era consciente de que, cuando caía el agua del cielo, el mundo empezaba a funcionar mal: se formaban caravanas, los trenes iban tarde y la gente decidía de pronto que tenía que hacer la compra por si se aproximaba el apocalipsis.

Sara fue a visitar a sus padres antes de volver a su casa. Quería cenar pizza, tomar chocolate de postre y ponerse Sexo en Nueva York en bucle; la primera temporada, su favorita. Pero antes tenía que ir a ver a su madre, porque hacía ya muchos días que evitaba pasarse por la casa donde se había criado. En aquellos momentos en los que sabía que todo lo que había creído siempre era mentira, que sus padres no eran sus padres y que su familia había estado engañándola toda su vida, no sentía que les debiera nada. Tenía que seguir fingiendo que no lo sabía, disimular y poder continuar con su investigación. Solo podía confiar en Reno, el ayudante de policía que había resultado ser también su primo. La había ayudado sin pedirle nada a cambio, desde el primer momento en el que supo la verdad y pese a la triste confesión de lo que había pasado once años atrás en la cabaña del bosque. Aunque Sara también sospechaba que estaba enamorado de ella y quería dejarle claro que ella no sentía lo mismo, porque en aquellos momentos era la única familia real que tenía, el único en el que podía confiar.

Reno no era el único primo que tenía en el Valle, ya que Amaya, su mejor amiga de la infancia, había resultado ser también su prima. Había intentado llamarla varias veces durante aquel mes; no para contarle la verdad, sino para preguntarle cómo estaba, qué era de su vida y si quería recibirla un día en la ciudad. Su examiga no le había cogido el teléfono, pero Sara lo entendió. Hacía mucho que no hablaban, su amistad ya no existía como tal y era demasiado tarde para retomarla. Lo suyo había acabado muchos años atrás y no tenía solución. No arreglaría las cosas con ella ni con ninguno de sus antiguos amigos. Aún era peor con Bruno, que insistía en guiñarle un ojo cada vez que la veía, como si aquellos guiños fueran a hacerla soltar suspiros de pasión. Ni siquiera podía hablar con Didi, Dan o Eric sin sentirse incómoda. Amaya había escapado del Valle años atrás, no iba a volver bajo ningún concepto, y Sara era muy consciente de ello. Con Bruno era otra historia. Aquel chico rico y consentido que todos veían en él no existía, y Sara lo sabía mejor que nadie. Había sido su primer amor y nunca había vuelto a tener aquella sensación con nadie más, pero evitaba pensar en ello, porque no habían hecho nada bueno juntos y no creía que volver con él fuera la mejor idea, pese a que se sentía atraída por Bruno. Era un quiero y no puedo que batallaba en su interior sin cesar, contra el que luchaba a diario.

Sara salió de su coche agarrando el bolso con fuerza. Llevaba documentos nuevos que Reno le había dado aquella mañana mientras desayunaban juntos en el coche. Solían evitar que los vecinos del pueblo los vieran juntos, sobre todo Saúl o Teresa, que eran conocedores de la verdadera identidad de Sara. Llamó al timbre de su casa dos veces seguidas, como solía hacer para avisar de que era ella la que llamaba a la puerta. Miguel, el padre de Sara, le abrió rápido, muy ilusionado por verla. Su madre, Ana, se acercó para abrazarla con fuerza a la vez que soltaba sonoros besos al aire.

—¿Quieres merendar, Sara? —le preguntó su madre.

—No me quedaré mucho. Solo pasaba a saludar.

Ana la miró fijamente, escudriñando a su hija en busca de respuestas. Pasó la vista por sus brazos y después por sus piernas.

—Estás muy flaca. ¿No comes o qué?

—Mamá...

—¿Qué pasa, Sara?

El padre de Sara siempre había sido un hombre con mucho carácter, y de pequeña, Sara le había tenido miedo. Miguel se comportaba de manera distinta con ella desde que vivía fuera de casa, siendo más respetuoso e interesándose por su vida.

—Deja a la niña tranquila, Ana. Si no quiere comer, será porque ya ha comido o porque ha quedado para cenar.

—Algo le pasa —añadió Ana.

—No me pasa nada —contestó tajante—. Me quedaré a merendar —dijo al fin entre suspiros—, pero después me iré pitando a casa, que mañana tengo que madrugar.

Ana aplaudió suavemente y preparó la mesa, después cogió la gabardina de Sara y su bolso para colgarlos en una percha, pero Sara no la dejó hacerlo y puso su bolso con la tira atravesada en su silla. La conversación no fue fluida y se sintió con ganas de irse durante todo el rato que pasó en aquella casa. Sus padres le preguntaron por el trabajo, por las vacaciones de invierno, le explicaron que su tía Clotilde los visitaría durante las fiestas y que cenarían todos juntos, pero Sara apenas estaba pendiente de la conversación y contestaba con monosílabos. Ana la miraba con los ojos fijos en su cara, sospechando que algo no iba bien, pero no volvió a insistir en el tema.

Cuando al fin se fue de su casa de la infancia, le dolía la cabeza y le costaba concentrarse en la conducción. Aparcó delante de su jardín. Aunque la puerta estaba a escasos cinco metros de su coche, no quería mojarse el largo pelo rubio que le caía libre por la espalda. Se quedó unos segundos sin moverse, sin atreverse a salir, pensando que volvía a su casa vacía para compartir la cena con el único ser de aquel mundo que la quería sin objeciones: su perro Hook. Contó hasta tres, abrió la puerta y salió del coche a toda prisa, con el bolso en el brazo y apretado a su cuerpo.




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