Pese su pequeño tamaño, se subió al hombro una de las bolsas más grandes, y caminó con ella por la pasarela que unía el muelle con el barco con seguridad. Una vez en el otro lado, pisó las tablas de madera descalzo hasta descender por la escalera que conducía a la bodega. Allí dejó la bolsa, junto a las demás.
Se apartó para que el siguiente marinero pasara por su lado con un barril lleno, que dejó junto a los barriles. También esperó que un segundo marinero bajara las escaleras antes de volver a subirlas y llegar de nuevo al exterior, donde volvió a cruzar la pasarela de madera, cargarse otra bolsa en el hombro, y repetir el proceso.
El día siguiente por la mañana iban a partir.
—Eh, John, vamos a ir a pasar la última noche al Burdel de Max.
Se giró para observar a Jeff, su compañero, y al único que consideraba su amigo en aquel barco. Se conocieron meses atrás cuando Jeff, borracho, confundió su hamaca con la de John. Ahora recordaba con una sonrisa cómo lo había amenazado con un cuchillo, pero en su momento le había dado pavor.
—Sí. Ahora voy –respondió dejando de observar el mar para ir con su amigo.
Jeff era un tío grande, de unos veintipocos años, de cabello rubio aclarado por el sol, atado en una pequeña coleta en la nuca, era forzudo y de hombros anchos. Vestía con una camiseta de lino y unos cordones en la parte frontal, así como unos pantalones delgados, calzaba unas zapatillas de algodón simples. Tanto su cuerpo como su rostro estaba cubierto de heridas, su mejilla había dejado de tener barba debido a una enorme quemadura, y su ojo derecho estaba parcialmente cerrado.
John era totalmente diferente a Jeff en cuanto a complexión: pequeño, menudo y enclenque. Todos pensaban que era débil y que no duraría ni una travesía, pero demostró ser hábil, fuerte y tener unas buenas defensas en contra las enfermedades. Siempre llevaba un pañuelo azulado sobre su cabello rubio casi blanco, y su rostro, algo afeminado, presentaba una cicatriz en la ceja izquierda. No alcanzaba los veinte años.
Al principio nadie quería contratar a John. Normal. Parecía una chica con su rostro suave y sus grandes ojos verdes, pero el secreto de John es que era un excelente curandero. Un cirujano. Y los cirujanos en alta mar siempre eran necesarios y queridos, sobre todo los buenos.
Jeff y John, comúnmente llamados JJ, caminaron por el muelle hasta alcanzar la arena. John esquivó una botella rota en la arena, y llegaron a la casa de madera de dos plantas, donde había mujeres de todas procedencias y que hablaban en distintos idiomas en la entrada. Aquel era el Burdel de Max. Y Max era como se llamaba el propietario del mismo, pero todos los que hubieran ido más de una vez al burdel sabían que quién llevaba en realidad el negocio era Jennifer, una prostituta de cuarenta años con un carácter fuerte y más huevos que muchos hombres.
Un grupo de marineros los saludaron cuando entraron, levantando sus jarras de ron y apartando sus rostros de las tetas de las mujeres que hacían reír.
—¡Ya era hora! –exclamaron algunos de ellos.
—Nosotros hemos estado aprovisionando el barco, no nos hemos escaqueado como otros... -rio Jeff, tomando asiento en una butaca que le acercó una de las chicas.
—Los novatos son los que aprovisionan el barco, en nuestro próximo descanso podréis estar aquí mientras los nuevos llenan el barco. –Gabriel llevaba mucho tiempo navegando, había visto cesar del barco a dos capitanes, había votado por el tercero y se habría podido retirar de aquella vida de haber querido. Pero no quería. Solía decir que no tenía nada que lo atara a la tierra, y lo único que amaba era su violín, al cual llevaba con él a todos lados. Porque sí, Gabriel era el violinista, y además se le daba muy bien.
Una chica joven se acercó directamente a John. Rosalía, de cabello negro azabache, largo, ondulado, sedoso, y profundos ojos color avellana, su piel era oscura, pintada con varias pecas y lunares. John sonrió al verla, y todos a su alrededor vitorearon cuando lo vieron levantarse y seguirla escaleras arriba, hacia el piso superior.
—¿Qué tendrá este chico que las vuelva locas a todas? –preguntó Gabriel, mirando cómo llegaban a una de las puertas y ambos entraban, cerrando la puerta tras ellos.
—Que no es un garrulo como tú –bromeó Jeff, haciendo que el resto se rieran.
—Yo creo que es este aire de nostalgia y tristeza que se da... todas deben verlo como un cachorro de tigrillo –replicó Paul, otro miembro de la tripulación. Lo que más destacaba de Paul era el número de veces que había estado cerca de la muerte. En la altura de las costillas tenía un hueco ya cicatrizado, le faltaban tres dedos de la mano derecha, y estaba cubierto de cicatrices horribles, desde los pies hasta la cabeza; de hecho, en el lado izquierdo ya no le crecía ni cabello.
Las jarras de ron fueron vaciándose y siendo llenadas de nuevo, muchos hombres se levantaron de sus sillas y butacas para acompañar a las damas a sus habitaciones, donde allí pasarían entre una y dos horas. Algunos pocos que no fueron a ningún dormitorio esperaron que se hiciera de noche para cenar e ir abandonando el lugar para dirigirse de nuevo al barco.