(1054 palabras)
──────⊱◈Harry◈⊰──────
El día que estuve a punto de hablar con Louis fue el más caluroso que recuerdo.
Aunque la librería tenía aire acondicionado, el calor entraba a bocanadas por la puerta y a través de los ventanales. Yo estaba acomodado en un taburete tras el mostrador, intentando absorber hasta la última gota del verano.
Con el paso de las horas, la luz del mediodía fue destiñendo los libros de las estanterías hasta convertirlos en una versión pálida y brillante de sí mismos, y calentó el papel y la tinta que guardaban hasta que flotó en el aire un olor a palabras no leídas.
Disfrutaba de esas cosas cuando era un ser humano.
Mientras leía, la puerta se abrió con un tintineo y dejó entrar un soplo de calor sofocante y, con él, a tres chicos.
Como se reían y bromeaban entre sí, pensé que no necesitaban mi ayuda, así que continué leyendo mientras los oía corretear a lo largo de las estanterías y hablar de cualquier cosa excepto de libros.
No creo que hubiese pensado más en ellos de no ser porque, con el rabillo del ojo, vi cómo uno se revolvía el cabello, de un tono castaño claro. En sí, el gesto no tenía nada de particular, pero permitió que un aroma tenue se extendiese por el aire.
Reconocí ese olor. Lo supe de inmediato.
Era él. Tenía que serlo.
Escondí la cara tras el libro y miré con disimulo hacia los chicos. Los otros dos seguían hablando y gesticulando bajo un pájaro de papel que yo había colgado del techo en la sección infantil.
Él, sin embargo, guardaba silencio; se había separado de sus compañeros y observaba los libros que lo rodeaban. En ese instante, vi su rostro y reconocí algo mío en su expresión.
Sus ojos saltaban de anaquel en anaquel buscando vías de escape.
Había imaginado mil versiones de aquella situación, pero, a la hora de la verdad, no supe qué hacer.
Estaba allí en realidad. Era diferente cuando lo veía en el patio trasero de su casa, leyendo un libro o haciendo los deberes en su cuaderno. Allá, el abismo entre nosotros parecía infranqueable; me sobraban los motivos para mantener las distancias.
En cambio, en la librería estábamos muy cerca, por primera vez en el mismo mundo. Nada me impedía aproximarme a él.
Me miró, y yo aparté la vista al instante y me concentré en el libro. No creía que pudiera reconocer mi cara, pero sí mis ojos. Sí, tenía que reconocer mis ojos.
Deseé que se marchara para recuperar el aliento. Deseé que comprara un libro para tener la oportunidad de hablar con él.
Entonces, uno de sus amigos lo llamó: —¡Louis, ven y mira esto! La graduación: cómo entrar en la universidad de tus
sueños. Suena genial, ¿no crees?
Él se agachó junto a los demás para examinar los libros y yo inhalé lenta y profundamente mientras observaba su espalda, esbelta e iluminada por el sol. Vi que se encogía de hombros levemente, como si el interés que mostraba fuese tan sólo un gesto de cortesía; luego asintió y señaló otros libros, pero me pareció que estaba distraído.
La luz que se filtraba por las ventanas le atrapaba los cabellos revueltos y los transformaba en hebras doradas e incandescentes. Me di cuenta de que movía la cabeza hacia delante y hacia atrás de un modo apenas perceptible, al ritmo de la música ambiente.
—Oye…
Di un respingo al ver aparecer una cara frente a mí. No era Louis, sino uno de sus amigos, un chico de cabello oscuro y piel morena. Llevaba una cámara enorme colgada del hombro y me miraba directamente a los ojos. No decía nada, pero era evidente lo que estaba pensando. Las reacciones a mi color de ojos variaban entre las miradas furtivas y las descaradas; al menos, él no ocultaba su estupor.
—¿Te importa si te saco una foto? —preguntó.
Miré alrededor mientras buscaba una excusa.
—Algunos pueblos piensan que, al sacarle una foto a una persona, le arrebatas también el alma. A mí me parece una forma de pensar bastante acertada, así que lo siento mucho, pero prefiero que no lo hagas —me encogí de hombros con aire de disculpa—. Puedes fotografiar la librería, si quieres.
El tercer chico se colocó junto al de la cámara; tenía una cabellera de color rubio y la piel pecosa, e irradiaba tal cantidad de energía que me sentí exhausto.
—¿Ligando, Zayn? No tenemos tiempo para eso. Venga, nos llevamos éste.
Le cogí el libro de las manos y eché un vistazo fugaz en busca de Louis.
—Diecinueve dólares con noventa y nueve centavos —anuncié.
El corazón me latía con fuerza.
—¿Por una edición de bolsillo? —protestó el chico pecoso mientras me daba un billete de veinte—. Quédate con el vuelto.
En la librería no teníamos un bote para las propinas, así que dejé el centavo en el mostrador, junto a la caja registradora. Metí el libro en una bolsa y me demoré preparando el ticket con la esperanza de que Louis viniese a ver por qué tardaba tanto.
Pero él se quedó en la sección de biografías, leyendo los títulos de los lomos con la cabeza ladeada. El chico pecoso cogió la bolsa y nos sonrió a Zayn y a mí. Después, ambos se reunieron con Louis y se encaminaron hacia la puerta.
«Date la vuelta, Louis. Mírame. Estoy aquí»
Si hubiese volteado en aquel momento, me habría visto los ojos y me habría reconocido, sin duda.
El chico de las pecas abrió la puerta con un tintineo y les dedicó a sus compañeros un gesto de impaciencia: era hora de irse.
Zayn volvió la cabeza durante un instante y nuestras miradas se encontraron. Me daba cuenta de que estaba observando a los chicos con descaro -a Louis, en realidad-, pero no podía evitarlo. Zayn frunció el ceño y puso un pie en la calle.
—Louis, vámonos ya —insistió el muchacho pecoso.
Me dolía el pecho; mi cuerpo hablaba un lenguaje que mi mente no era capaz de comprender.
Esperé.