– Tita, ¿dónde pongo estás bolsas?
– Ah, en la cama.
– Ja, me temo que no hay más espacio ahí.
Montañas y montañas de chatarra reclamando un espacio entre las cuatro paredes de una habitación bien chica: típica pesadilla del claustrofóbico de manual. Hace unos años, su bisabuelita querida tendría que disfrazar una remodelación total a su casa de una invitación a comer galletas, pero sus habilidades culinarias dejaron de dar la talla desde que se metió al mundo del veganismo, orillándola a hablar con la verdad. De cualquier modo, Juan no tenía un pedazo de carbón por corazón, por lo que accedería a ayudarla con mucho gusto.
Desde la primera hora del día que se las ha visto ahí, vaciando el ropero que se hacía pasar por museo. Luego decidirían qué se iba a caridad, qué a la basura y lo que volvería a su lugar aunque, si se lo preguntan a él, la mayor parte de sus pertenencias caben en la definición de inútil. Sí, puras reliquias para el olvido, sepultadas bajo decenas de pilas de ropa vieja. El piso y el colchón apenas se distinguen desde la superficie.
– Déjalas en el pasillo entonces, ya veré qué hacer con ellas –se rasca la piel que cuelga por su cuello, dibujando una mueca de disgusto.
Y así, el plástico arremetiéndose contra el piso lo transporta al rancho de sus memorias, donde la tierra espera ansiosa cada tarde de tormenta, solo para oír un sonido semejante, la promesa de los truenos. Prisioneros de las nubes y un amor tan grande que revienta los cielos con sus gritos y lo colorea todo de halos de luz plateados, ellos también sueñan con el día de su encuentro. Hace cinco años que dejó el monte, y él lo ha perseguido desde entonces, sofocándolo con las viejas memorias hasta que las confunde con el presente. Ha sido una imitación de sí mismo por tanto tiempo que ni su recuerdo más viejo le parece genuino pero nadie lo conoce mejor que él, nadie excepto el río, y es que pasó muchas de sus tardes buscando sapos y caracoles por los charcos de lodo que se forman por sus orillas, hablando en voz alta hasta que el golpeteo del agua contra las rocas vecinas lo dormía, y sus fuerzas acababan rendidas ante la voluntad de una magia mística.
La tierra se desvive por oír las proezas de otro rayo enamorado. Él lo hace por volver a ver a una vieja amiga, y encontrar bajo el lodazal el pedacito de él que le hace falta.
Sigue desplazando cosas de aquí y allá, acata las indicaciones de su bisabuelita y aparta el flequillo que el sudor adhiere a su frente de vez en vez, mas su cabeza revolotea lejos de esa imitación de recámara, ha huido por la ventana para saltar sobre las nubes y si así lo quiere no va a volver nunca, y ese será el legado que deje en el mundo.
Está volviendo de llevarse unas cajas a la primera planta cuando choca con una invitada inesperada, el aburrimiento, y como su presencia nunca le ha sido grata, cualquier ocurrencia se convierte en la excusa perfecta para ahuyentarla.
– Ay, creo que ya estoy muy viejo para estas cosas –dice nada más atravesar el umbral de la puerta, y se desparrama entre mantas duras, periódicos, maletas empolvadas y sabrá Dios que otras alimañas. Para añadirle circo al drama, se pone una mano en la cabeza y comienza a retorcerse peor que una sanguijuela hambrienta, esperando una respuesta igual de otra acérrima fanática de reírse de sus dolencias y las telenovelas latinas.
– ¿Quieres que llame a la ambulancia o a servicios forenses de una vez? –su voz es más aguda de lo normal, llegando a asemejarse a la de una ardilla.
– ¡Y todavía preguntas! ¡Trae lápiz y papel, te dicto mi testamento!
– ¡No hace falta, querido! ¿Todo pasa a Michaella?
– Todo pasa a Michaella –susurra al cerrar sus párpados y sacar la lengua, pero como no hay mal que el dinero no arregle, basta con que le hagan cosquillas en la nariz con un billete de a veinte para que derrote a la muerte y se sacuda la ropa, de pie por fin.
Los dedos arrugados y suaves de la mujer enseguida acomodan el nido de aves castaño que se hizo de su cabello, y le quita los anteojos sin previo aviso, haciendo uso de la tela de su blusa para tallar los lentes, pero no torpe y a prisas como su dueño lo haría cualquier día del año, ella derrocha adoración y ternura en el cuidado que le pone a la tarea porque sabe que está destinada para él, y eso sólo puede llenarle el pecho de una calidez que por mucho tiempo le fue desconocida.
Pasa de existir en un mundo de manchones de colores a uno en definición 480p, un número bastante decente para la mierda de vista que trae encima, y ríe para el rostro hermoso que hace uso de cada arruga, vena, línea y expresión que tiene para decirle el cariño que siente por él.
– Mi niño –le da unas palmaditas en el cachete, hay unos pelitos de amarillo que al salir de su pañoleta le recuerdan su edad, pero eso no es un impedimento para que su sonrisa alcance a sus ojos y ellos lo miren igual que él al río que le dedicó muchas de sus tardes.
– Te quiero –la pena no alcanza a cerrarle la boca, ya no más, y eso le permite hacer felices a quienes le importan.
Tal como con todas las mujeres más cercanas a él, tiene que inclinarse para besarla en el cachete, y al oír las mismas palabras que él dijo antes, continúa con sus actividades.
En poco menos de una hora ya están barriendo la mugre y el cochinero que se salió del armario. Las cerdas de la escoba acariciando el piso imitan la balada preferida del viento: el arrullo que emiten las hojas al rozarse con anhelo. Su canción lo embelesa lo suficiente como para batear un cuadro de madera, cuyo único pecado ha sido interponerse en su camino.
El instante en que Juan repara en él, es víctima de un maleficio. Sus ojos ya no pueden despegarse de tal pieza de arte encantada, porque saben que es lo más bello que habrán contemplando nunca.
La pintura retrata un prado de césped abundante y una enorme gama de flores de entre las que destacan los girasoles, bien vanidosas con su abanico de pétalos amarillos. Por encima de todos ellos, un par de casitas y torres coloridas que, aunque varían en su color y su forma, cuentan con la misma gema blanca flotando bien cerca de su tejado y alguno que otro tallo o raíz en medio de los ladrillos. Tan pequeñas como para decirse de muñecas, resultan perfectas para las haditas que, perezosas, toman un baño de sol, recostadas en los pistilos de las margaritas. El filtro rosado que simula la iluminación dota de un aire de magia y nostalgia a la escena, y el aroma a polvo que habrá adquirido con los años le ruega llevarlo a casa, y él también se convence de que podrá darle un lugar.
Editado: 16.01.2021