Era 1991, parecía ser un domingo normal, donde no sucede nada extraordinario, un domingo más, que pasaría desapercibido. Apenas comenzaba la mañana y no se escuchaba nada más que la lluvia. Junio era un mes lluvioso en su país, y ese domingo, llovía más de lo habitual. No era una lluvia pesada, de esas que se llevan todos tus lamentos y barren con toda esperanza, sino una de esas que te dan calma, que escuchas cada gota caer y te dan ganas de salir a la calle sin paraguas, para sentirte libre aunque sea un instante. Aunque lo que sucedería a continuación, podría definirse como lo contrario a libertad. Una señora estaba a punto de dar a luz a su primogénita y estaba absorta en sus dolores de parto. Una situación de no fue sencilla desde el comienzo, ya que, a su bebé, parecía disgustarle todo, menos las cosas dulces.
Entre tanto ajetreo, dolor e inseguridad, la mamá intentaba estar consciente de cada cosa, por minúscula que fuera, que le sucedía. Veía asustada a los doctores, que parecían no darle importancia a sus malestares, sentía cada pulsación de su cuerpo, el dolor era agudo y se volvía cada vez más intenso y prolongado, intentaba sentirse feliz de que por fin vería a su hermosa bebé, pero detestaba todo lo que tenía que vivir para que eso sucediera. Entre tanto, yo estaba ahí, sentada en el vientre de mi madre, como diciéndole: ¿Sabes? no es como que quiera nacer aún, me siento demasiado cómoda pegada a ti. Era como si desde ese momento, ya sabía que no vendría a este mundo para ser feliz, y me abstenía a salir de ese lugar cálido y seguro, porque, intento creer que en lo profundo de mi ser, mi alma ya sabía que mi vida no sería un cuento de hadas.