Capítulo I
—Ana, por favor apúrate. ¿Por qué te demoras tanto?
—Lo siento, ya salgo.
La voz de su esposo hizo que dejara de pensar por un momento en la noticia que Sara le había dado la noche anterior. Saber que Álvaro vendría a visitar a su amiga no le gustaba para nada. Él nunca le había caído y razones no le faltaban. Por fin se encontraba tranquila y feliz, y temía que su presencia resultara no solo la hiciera sentir mal, sino que además le pueda ocasionar problemas en su nueva vida. Sin embargo, su amiga estaba cerca de cumplir los treinta años y no le quedaba otra opción que respetar su opinión.
Al terminar solo se puso su ropa interior y su bata de baño. Inmediatamente fue a la cocina para preparar el desayuno, pero al pasar por el comedor observó que todo ya estaba servido: los panes, el café, la leche, los huevos y el tocino. En la silla de siempre, su esposo, totalmente cambiado, la esperaba sentado —lo cual era extraño, pues casi siempre, él era el último en salir a trabajar.
—¡Y ese milagro!
—Tengo varios exámenes que revisar, ando muy atrasado. Si me quedo aquí no avanzaré nada, motivo por el cual decidí irme una hora más temprano, aprovecharé que en la sala de profesores aún no hay mucha gente para revisar tranquilamente. Siéntate y desayuna conmigo.
—Deja de preocuparte por Sara
—¿Cómo no voy a preocupar por ella? Es mi amiga, y lo que menos deseo es volver a verla en mal estado.
—Tan mal terminó esa historia.
—El que haya viajado hasta acá, justamente fue por alejarse de él y acabar con el dolor que le había causado. Con eso ya te digo todo.
—Me voy, en la noche me cuentas bien esa historia.
Ana y Sara se conocieron hace más de cuatro años en una editorial donde las dos estaban ejerciendo sus prácticas profesionales, haciéndose cargo de la edición de los libros de Comunicación y Personal social para el nivel primaria. Desde el inicio congeniaron muy bien. Ana, debido a su timidez, era de muy poco hablar; con el tiempo se iba soltando más. La amistad entre ellas fue creciendo gracias a esas conversaciones tan amenas e interminables que solían tener cuando se quedaban en la oficina más horas de las que se establecían en su contrato. Llegaron al punto que las dos eran inseparables.
Al terminar la carrera y con trabajos más estables, decidieron irse a vivir juntas. Desde ese momento no solo fueron amigas, se convirtieron en familia, de dos, pero finalmente una familia. Debido a esa convivencia, Ana presenció toda la historia. Vio a su amiga desmoronarse poco a poco cuando Álvaro se distanció de ella, mostrando su poca empatía frente a los sentimientos que desde hace varios años albergaba hacia él. Fue testigo de lo ciega que estuvo y de cómo lo idolatraba; también fue la primera en darse cuenta de que la había usado, aprovechándose de que sabía bien que Sara lo quería y lo tenía en un altar (del cual fue difícil que lo bajara). Finalmente, vio como acabó creyéndose el problema, quedando sin autoestima y humillada.
—¿Por dónde andas, Sara?
—Estoy haciendo unas compras para la casa. Aún no sé si se quedarán en mi casa o en un hotel; igual por si acaso compraré un par de toallas y un juego de sábanas. ¡Ah! Y algunas cosas para cocinarle y pruebe algo típico de aquí.
—Tanto detalle por él.
—Ana, no seas rencorosa, si yo ya olvidé todo, tú también puedes hacerlo.
—Ok, no diré nada. Entonces es un hecho de que vienen. ¿Cuándo exactamente?
—Mañana, yo iré a recogerlos al aeropuerto.
—No puedo seguir conversando, me está entrado una llamada del colegio. Te llamo luego. Besos.
Nicolás regresó muy tarde del trabajo, pensó que por la hora encontraría a Ana y a Jean durmiendo: sin embargo, se equivocó. Los dos estaban en el sofá viendo una película. En realidad, solo ella veía la película, pues Jean ya tenía los ojos bien cerrados.
—Seguro estás viendo una película de MARVEL.
—Acertaste. Se acercó a Jean para cargarlo y llevarlo a su habitación. Estaba totalmente dormido.
—¿Te sirvo algo de comer?
—Sí, por favor. Me muero de hambre.
Con mucho cuidado, Nicolás echó a Jean en su cama. Hace semanas que no lo cargaba y le pareció meses o años, porque se pudo percatar de que su peso había aumentado. Pronto cumpliría nueve años. Ya no era aquel niño de cuatro años que no hablaba y del cual tuvo que hacerse responsable desde el momento en que el juez se lo entregó. No cerró la puerta del dormitorio, pues sabía que eso no le gustaba a Jean, la dejó muy junta con la luz del pasadizo prendida. Caminó hacia el comedor para poner la mesa, mientras Ana servía la comida.
—Tomarás agua, café o vino.
—Vino. Te va a encantar la comida de hoy. Hice ají de gallina y de postre, pudín.
—¿Festejamos algo?
—Sí, que seguimos juntos aguantándonos, que me amas y me eres fiel, a menos que no sea así y estés llegando tarde porque hay otra.
—Ya sabía yo, que dirías algo por mi tardanza. Nada de otra. Terminé por fin de revisar todos los exámenes y trabajo. Mi fin de semana, la pasaré como se tiene que pasar: descansando.