Jayce
Subo al cuadrilátero anudándome las vendas. El pecho desnudo deja al descubierto el torso repleto de tatuajes; desde la cintura hasta los dedos de las manos no hay milímetro de piel sin cubrir de tinta. Al otro lado, Max —mi hermano— está listo para comenzar a intercambiar golpes.
Desde jóvenes nos encanta el kick boxing, no hay día que no lo practiquemos. Es una forma de liberar tensión sin emprenderla a golpes en mitad de la ciudad, algo que solía hacer en la juventud. Es lo que tiene unirse a una banda callejera a los doce años, tal como hice en su día: donde lo único que te enseñan es a pelear y huir de la policía. Mi vida no ha sido un camino de rosas, más bien he tenido que luchar por mantenerme en pie y sobrevivir en una jungla de asfalto repleta de adultos guerreando por hacerse con el control.
Con veinte años pisé más veces el calabozo que la Iglesia y fue entonces cuando me prometí no regresar jamás a uno de ellos. Decidí que era el momento de un cambio y de ser un miembro activo de una banda callejera, pasé a ser un ferviente detractor de ellas. Llevo diez años luchando, junto a mis hermanos, por eliminarlas del país y liberar a los adolescentes de una vida repleta de delincuencia.
El problema surgió hace cinco años, cuando Gustavo Sousa y su socio, Carlos Ramírez, llegaron al país. Dos niños de papá que carecen de ética moral y no conocen que es la humanidad y —mucho menos— la unidad familiar. Criados entre algodones, piensan que toda persona que no sea millonaria no tiene cabida en el mundo a no ser que sean sus sirvientes. Hasta su aparición, Max, Mateo y yo solo tuvimos que luchar contra lugartenientes que a lo máximo que aspiraban era a tener una casa lujosa o un coche deportivo, pero dejaban tranquila a la juventud, aunque no todo el tiempo.
Los socios son la escoria de la sociedad puertorriqueña. Entre los dos instalaron burdeles con niñas menores de edad y se proveen de adolescentes que residen en el orfanato, de familias pobres o desestructuradas para realizar los trabajos sucios. Cada día tenemos que soportar escuchar en las noticias las jóvenes que desaparecen o los chicos que mueren asesinados en cualquier recoveco de la ciudad.
Sabemos quiénes son los responsables de las desgracias que asolan a San Juan; pero al tener medio país amenazado y al otro comprado, no hay forma humana de demostrarlo. Aunque juré acabar con ellos cuando tuvieron la desfachatez de acorralar a Julio.
Dos horas después, sudados y jadeando, salimos del cuadrilátero bajo la atenta mirada de los chicos que se congregan alrededor. Hace un par de años que decidimos adquirir el viejo gimnasio de la ciudad y lo remodelamos para convertirlo en una escuela de boxeo y de kick boxing. Queremos sacar a los jóvenes de las calles, de ese modo evitaremos que caigan en las manos de bandas, sabemos que es imposible conseguir que todos ellos se interesen por este tipo de deporte, pero nos contentamos con tener un gran porcentaje de la población juvenil entre estas paredes.
Lucas, el entrenador de boxeo, está al fondo de la sala explicándoles a los nuevos el funcionamiento del local. Se crio con nosotros en el orfanato, debutó como boxeador a los diecinueve años; sin embargo, un accidente de motocicleta lo alejó del ring al romperse la mano y quedar inmovilizada. Cuando hablamos con él del proyecto que teníamos en mente, no dudó en unirse a nosotros.
Max me lanza una botella de agua, de un trago la vacío. Observamos a dos de los chicos nuevos, tienen actitud pasota y lucen orgullosos los tatuajes de la banda a la que pertenecen. Dudo que les haga gracia saber que dentro de estas cuatro paredes no existen ni bandas ni disputas por terrenos.
—Sousa intenta hacerse con el control del orfanato de San Juan —comenta Max mirando a los jóvenes—. Ha presentado un proyecto de inversión a la junta. Le faltan dos votos para conseguir su propósito.
Maldigo para mis adentros, si Sousa consigue proclamarse director del centro, los niños estarán bajo su merced. Eso significa que su vida será un infierno.
—Hay que impedirlo. Ya sabes qué pasará si lo consigue.
—No veo la forma humana de frenarlo. He hablado con Ricardo, está convencido de seguir al frente, pero la situación cada día es peor y el orfanato necesita ingresos. Las consecuencias de eso sería cerrar o entregarle el control a ese bastardo.
Miro a mi alrededor. Los chicos aquí son felices, olvidan por unas horas la crudeza de sus vidas, la desgracia que les ha tocado vivir sin tan siquiera buscarla.
—No puedo destinar más dinero al orfanato, todavía me falta reunir parte del pago de Julio.
Fijo la mirada en el chico delgado moreno que está en uno de los cuadriláteros, cada día se le da mejor el kick boxing.
—María y Alejandra están organizando un mercadillo benéfico, quieren aprovechar que estamos en temporada alta de turistas para llevarlo a cabo. Los artesanos también colaboran cediendo parte de su trabajo. Lo recaudado no será suficiente, pero nos otorgorá un margen de unos meses.
—Si eso hablo con La Muerte, él es el único que puede frenar a Sousa y que se haga con el control del Viejo San Juan —digo como última instancia. La desesperación te lleva a eso: a tomar medidas que no deseas.
Mi hermano clava su mirada azul en la mía. No augura nada bueno, lo sé.
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Editado: 08.06.2022