Siempre nos quedará el divorcio

Reencuentro

Dánae

«Nuevo comienzo, nueva vida», con este pensamiento pongo rumbo a lo desconocido.

En el aeropuerto de Málaga-Costa del Sol me despido de Fran y Carmen, no se marchan hasta que no traspaso la puerta de embarque. Les digo adiós agitando la mano en el aire y observo cómo ninguno somos capaz de mantener a raya las lágrimas. El tiempo de espera lo dedico a leer mientras escucho música, nunca he volado y no sé qué será de mí durante las dieciséis horas que dura el trayecto.

La azafata, amable, sin lugar a duda, me ayuda a localizar mi asiento al verme perdida por el pasillo del avión, coloca la maleta de mano en el compartimento superior y me dedica una bonita sonrisa. Me froto las manos, ansiosa. Todavía no hemos despegado y ya tengo los nervios a flor de piel. Intento tranquilizarme con la lectura mientras el resto de los pasajeros toman asiento. Al ver que no funciona, vuelvo a ponerme música.

Veinte minutos después el pájaro de hierro comienza a moverse por la pista. Me agarro al asiento con tanta fuerza que los nudillos se quedan blancos por la presión ejercida mientras que aprieto la mandíbula y hago crujir los dientes.

La señora de pelo canoso —acomodada en el asiento contiguo— se percata de mis nervios. Coloca su arrugada mano sobre la mía para infundirme valor. Le dedico una mirada de agradecimiento.

—¿Tu primera vez? —pregunta, bajito para que solo yo pueda escucharla.

Asiento.

—¿Tanto se nota?

Me dedica una sonrisa sincera sin soltarme de la mano.

—Un poco. Si no dejas de ejercer presión te lastimarás.

Suelto el asiento poco a poco aunque sin estar del todo convencida, sigo sintiendo una sensación rara en el estómago.

—Pronto pasará ese efecto, solamente se siente en el despegue, después el vuelo suele ser tranquilo y es igual que ir en autobús.

Intento sonreír en señal de agradecimiento, aunque solo consigo que los labios formen una mueca.

—Gracias —atino a decir.

Sacude la mano dando a entender que no son necesarias.

—¿Trabajo o placer?

La miro sin entender a qué se refiere. Lo aclara:

—Si viajas a Puerto Rico por trabajo o por placer.

—Por trabajo.

Niega al escucharme.

—Una lástima que el Estado español permita que los jóvenes emigren para buscarse la vida. Mi hijo se marchó hace más de cinco años, de ahí mi viaje. Voy a visitarlo y a ver a mis queridos nietos.

Manuela —mi compañera de viaje— comienza a recordar tiempos mejores, cuando su familia vivía en la misma ciudad. Me conmueve escucharla, se nota que la mujer se desvive por sus hijos. No puedo evitar sentir envidia de ellos, no saben la suerte que tienen al poseer una madre que se preocupa tanto por su bienestar. La gente que, como yo, nos criamos en orfanatos, es lo que más añoramos: el cariño de unos padres y el calor de una familia.

Sin querer pienso en Melania y no puedo evitar que se me empañen los ojos, Manuela repara en mi pésimo estado e intenta animarme. Al final le cuento parte de mi historia: le relato que desde los doce años me he criado en el centro de acogida Vidas Unidas de Málaga. Le hablo del cariño incondicional que desde el primer día me dieron Fran y Carmen, de cuánto quiero a mis compañeros de trabajo: Luisa y Javier. Durante un buen rato hablo de los niños, del trabajo que realizamos en el centro y de la poca ayuda que recibe del Estado y de la Comunidad Autónoma. Cómo nos las arreglamos para que a los niños no les falte de nada: ni comida, ni libros, ni ropa, pero sobre todo cariño. Ambas finalizamos derramando alguna lágrima tras la historia tan triste.

—¿No te marchaste del orfanato? —desea saber.

Los recuerdos de mi veinte cumpleaños se proyectan de inmediato. Fran estaba que no cabía en sí, se sentía orgulloso por haber conseguido sacarme de la oscuridad. Fue uno de los días más felices de mi vida.

—Pude marcharme al cumplir los dieciocho años, pero preferí quedarme para ayudarlos con los niños y a los veinte ya me integré oficialmente en la plantilla. En un principio el centro no era público, toda la inversión e instalaciones las hicieron ellos con la ayuda de amigos y ceremonias benéficas. Durante años intentaron tener hijos, cuando les confirmaron los médicos que iba a ser imposible, gastaron sus ahorros en hacer felices a niños, que al igual que yo, nos encontrábamos solos en el mundo.

Se queda dubitativa un rato, supongo que escuchar una historia tan agria no es del agrado de nadie.

—¿Sabes? Cuando regrese a Málaga iré a visitar el centro, económicamente no puedo aportar mucho, pero cuando se lo cuente a mis amigas del centro de la mujer algo se nos ocurrirá para colaborar. Más vale poco que nada.

—Siempre viene bien una ayuda por pequeña que sea.

Parte del viaje se interesa por lo que hacemos en el centro. Se impresiona al saber que no percibo salario alguno por el trabajo que realizo. Que las sonrisas y ver crecer felices a los niños es mi más preciado bien. Por el interés que demuestra, estoy segura de que cuando regrese a nuestra ciudad irá a visitar Vidas Unidas y se presentará voluntaria para ayudar en lo que pueda. El resto de las horas de vuelo las empleamos en seguir hablando de otros temas menos peliagudos y en dormir.




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