Siempre nos quedará el divorcio

Encontronazo indeseado, ¿o no?

Dánae

Ha transcurrido un mes desde que llegué a Puerto Rico y la relación con Gustavo sigue sin pasar por su mejor momento. Mantengo las distancias entre nosotros desde la fatídica noche del restaurante. Sigo obligada a permanecer acoplada en su casa porque en el centro no hay una habitación libre; porque de haberlo ya me habría marchado de aquí, comienza a ser incómoda la convivencia.

A mi llegada al trabajo, recibo una buena noticia por parte de Ricardo: si todo marcha bien en dos semanas quedará un cuarto libre. Evito saltar de alegría. Yo, mejor que nadie, sé que los triunfos no hay que celebrarlos hasta que están conseguidos.

Sigo en el trabajo cuando la noche comienza a caer, no me apetece regresar a casa de Gustavo. Tras incorporarme, para dejar de pensar, miro por la ventana del despacho, de este modo contemplo la ciudad al tiempo que recuerdo el día que llevé mi coche a la finca de mi amigo y el fatídico desenlace que nos separó más que nos unió.

 

Juan me llevó a ver el vehículo del que me había hablado. Ambos lo probamos y me fie de su palabra al decirme que el motor estaba en perfecto estado, el resto, seguía manteniéndose en pie. Lo conduje hasta casa sin dejar de sonreír, aunque fuese viejo y feo, era mi coche y me daba libertad de movimiento. La alegría duró hasta que mi amigo apareció por casa. No puso un pie dentro de la vivienda cuando comenzó a pedir explicaciones a pleno pulmón.

—¡Juan! —gritó en mitad del silencio que reinaba en la vivienda—. ¿Qué hace esa chatarra aparcada en mi finca?

Los tres, sentados entorno a la mesa de la cocina, nos miramos asombrados por la fuerza de su voz. Antes de que Juan diese la cara por mí, lo hice yo. Llegué a la entrada encontrándome a mi amigo, quien estaba estático en el segundo escalón sin despegar la vista de mi maltrecho vehículo.

—A lo que tú llamas chatarra, yo lo llamo mi medio de transporte —informé al llegar a su altura en un tono pausado, no era necesario gritar por algo tan nimio.

Abrió los ojos de manera descomunal.

—Dana, por Dios. Eso no es un coche, es un amasijo de chapa.

Me encogí de hombros.

—No tengo tanto dinero como tú, esto es lo máximo que puedo permitirme.

Me adentré en el interior y lo dejé hablando solo. Antes de marcharme al cuarto para no volver a ver a mi amigo, me despedí del matrimonio.

 

Sacudo la cabeza para despojarme de los recuerdos, tengo problemas más importantes en los que pensar que en la arrogancia de Gustavo. Me preocupa Julio, uno de los niños que habita en el orfanato. Tiene catorce años y no cesa en ocasionar problemas. Reconozco que se halla en una etapa difícil de su vida; pero si sigue por ese camino, no le deparará nada bueno en el futuro. Hoy ha vuelto a meterse en líos, aunque en esta ocasión ha ido demasiado lejos: la policía lo ha pillado trapicheando en una esquina de la ciudad y llevaba consigo un arma. No sé qué hacer para que confié en mí, he intentado explicarle que tras estos muros hay una vida mejor para tirarla por la borda a la corta edad que tiene.

Una figura, bajo el amparo de los árboles del jardín que hay frente al orfanato, capta mi atención. Presto atención al hombre cuando sale de las sombras y la farola ilumina su rostro. Es alto y musculado. Su actitud parece sospechosa y todo él desprende peligro. Mira a ambos lados con inquietud al tiempo que se lleva un cigarro a los labios, al poco una sombra más baja se proyecta frente a él. Ese físico desgarbado, y los pelos rizados revueltos, lo reconozco al instante. El miedo y la rabia se apoderan de mí al cerciorarme de que se trata de Julio y está hablando con el hombre.

Salgo disparada del despacho y bajo las escaleras en una carrera. Cuando logro alcanzar la puerta de entrada, me falta la respiración. Fijo la vista en los dos cuerpos que mantienen una discusión acalorada. Sin esperar la ayuda de Mateo, me lanzo hacía ellos.

Un temblor se apodera de mí, no es el conocido; pero sí me hace sentir pánico al recordar los sufridos durante meses, aunque esos iban mezclados con sudores fríos. Intento concentrarme y no se note el miedo que siento, no solo por la presencia del hombre, sino porque en cualquier momento puedo regresar a mi infancia y tener un episodio de terror que, en ocasiones, me dejaban desorientada.

—Julio, entra ahora mismo en el edificio —digo casi sin aliento mirando con rabia al imponente hombre que me observa con curiosidad.

El chico ni se gira cuando empieza a decir:

—Estoy hablando con...

Lo agarro del brazo para obligarlo a mirarme.

—Entra de inmediato en el edificio si no quieres más problemas de los que ya tienes —exijo con firmeza.

Julio agacha la cabeza y comienza a caminar hasta el interior de la residencia. Cuando me aseguro de que no puede escucharme, encaro al desconocido.

De cerca puedo observarlo mejor y, sin importarme la mirada asesina que me dedica, lo miro de arriba abajo. Las fotografías que exponen a los hombres más peligrosos del mundo son una minucia en comparación con su apariencia. Su indumentaria dicta mucho de ser un hombre de bien. Los tejanos no admiten un roto más y la camiseta de algodón está arrugada. Desprende una mezcla de humo, alcohol y colonia. Sus ojos almendrados no cesan en mirarme acusatoriamente, lo que logra que mi escuálido cuerpo tiemble aún más. Me dedica una sonrisa torcida, el condenado es atractivo hasta decir basta y esa fachada de tipo duro lo acentúa más.




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