Siempre se trató de mí

CAPÍTULO 8

La alarma suena, como cada mañana sobresalto de la cama, mis ojos apenas se abren, recuerdo que la noche anterior no me bañé, así que obligo a mis pies a salir de la cama y me dirijo directamente a la regadera. Cuando  termino me pongo mi overol de mezclilla, hace mucho que no me lo pongo y es que a veces es incomodo usarlo cuando estás en “ciertos días”, digámoslo así. 

Al cabo de unos minutos bajo a la cocina, todo está tal y como lo dejamos anoche, las luces aún están apagadas y no hay ningún ruido. Sin tomarle tanta importancia me preparo un licuado de plátano con avena, saco el pan que está en una bolsa y me dispongo a desayunar.

Subo al cuarto de mi madre para despedirme, me extraña que no haya bajado después del ruido que ya hice con los trastes. Me asomo, pero la luz está apagada y ella no está en su cama. De pronto oigo ruidos que provienen del baño.  

—¿Mamá? —Toco la puerta del baño, pero no hay respuesta inmediata— ¿Estás bien?

—¿Alba? —se abre la puerta sigilosamente— ¿Qué haces aquí? deberías irte a la escuela. 

Está de rodillas frente al retrete, a lado tiene un montón de papel higiénico y toallas húmedas, su rostro está pálido, el contorno de sus ojos está morado y sus labios no tienen color. La sensación de alerta invade mi cuerpo. 

—¿¡Qué te pasó!? —lanzo mi mochila fuera del baño y trato de ayudarla a parar.

—Estoy bien —dice con un hilo de voz.

Mi corazón está a mil por hora y no sé qué hacer, realmente esto de las emergencias, accidentes o urgencias no es lo mío. Me paso las manos por el cabello desesperada, me muerdo las uñas y camino ansiosa de un lado a otro de la habitación.

—Te voy a llevar al doctor ahora —digo sin tener otra opción.

—Alba, no... —Su voz está ronca y le cuesta hablar.

—¡Quieres hacerme caso por una vez en la vida! —mi voz se corta y se me hace un nudo en la garganta, intento tragar saliva, pero me cuesta. Me inclino frente a ella, la tomo de las manos y la miro a los ojos suplicante—. Por favor, mamá —digo en un tono menos golpeado.

—Mi bolsa… —Su gélida voz me pone más asustada.

—¿Tu bolsa?, ¿qué bolsa?

Señala el armario y rápidamente lo abro, veo una bolsa negra de cuero colgando y se la doy, ella saca una tarjeta; es el contacto del doctor al que acudió el otro día. En seguida junto algunas cosas de ella en mi mochila, la ayudo a vestirse y en menos de quince minutos ya estamos en el autobús rumbo al consultorio del doctor. En todo el recorrido le tomo su mano y se la froto, intento calmarla y parece funcionar porque su semblante ha cambiado un poco. Está menos rígido y el mio por igual.

Cuando llegamos al consultorio, la puerta está cerrada y se oyen voces del otro lado, así que nos sentamos en las sillas de plástico que están situadas como sala de espera.

—Buenos días ¿cuál es el motivo de su consulta? —manifiesta el doctor cuando entramos al consultorio. Se acomoda el estetoscopio alrededor de su cuello.

—Buenos días doctor… —no sé cómo empezar— esta mañana justo cuando me iba a la escuela… —volteo a ver a mi madre —encontré a mi madre vomitando y estaba realmente muy pálida.

—¿Qué otros síntomas ha presentado?

—Ella ya había venido a consulta con usted, tiene problemas con la presión, pero no creo que eso tenga algo que ver con el vómito, ¿o sí? —pregunto.

—Señora, digame como se siente —él entrelaza los dedos de su mano.

—Últimamente me he sentido con indigestión, escalofríos y he tenido mucho dolor en el abdomen —refiere— pero no había tenido náuseas y vómito hasta hoy.

La miro enarcando las cejas.

—¿Por qué no me lo habías dicho? —digo, pero me ignora y simplemente baja la mirada.

Tal vez no quería decirme porque tenía miedo a mis reacciones dramáticas y paranoicas, pero si no fuera por eso, no estaríamos aquí. A veces hay que hacer caso a las señales y advertencias que nuestro cuerpo tiene para nosotros. Nos puede salvar de muchas situaciones. 

—Bien, echemos un vistazo —el doctor le pide que se recueste en la mesa de exploración.

Al cabo de unos minutos, él ya le ha revisado el abdomen y la garganta.

—Tiene distensión abdominal y mucha inflamación —dice finalmente—. Puede ser que el dolor de abdomen se adjudique a eso mismo —abre su cajón izquierdo, saca un bloc de recetas y empieza a escribir—. Le daré este tratamiento, si se siente bien después de eso no es necesario que vuelva a venir, pero si siguen los síntomas regrese conmigo y probablemente le mande a hacer unos estudios. 

—¿Estudios como de qué? —exclamo angustiada.

—Análisis de sangre y tal vez algún ultrasonido. Sólo eso.

—De acuerdo. Parece no ser algo de gravedad, ¿verdad? —necesito asegurarme.

—No, no lo es —el doctor se recuesta sobre su silla y se quita los lentes dejándolos sobre la mesa—. También le sugiero llevar una buena dieta balanceada, comer muchas frutas, verduras y tomar suficiente agua. Eso sería todo —nos da la receta.

Cuando salimos del consultorio, nos dirigimos a la farmacia que está a unos metros del consultorio. Un joven muy amable nos surte rápidamente la receta y al momento de pagar, reviso mi cartera, pero mi cara parece delatarme.




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