—… Y es por eso que debemos detener a Doom.
Kart había terminado su breve resumen sobre lo que les aguardaba en la odisea que recién había empezado, o que recién lo había hecho para el chico, pues los mercenarios sin rumbo se habían abocado a ello durante los últimos tres meses; sin duda, una larga travesía estaba llegando a su fin, y a la vez apenas estaba comenzando. Le explicó al chico que su misión consistía en evitar que Sentencia Perpetua (un misterio hombre, o quizá mujer, que nunca se mostraba públicamente) activara el «dispositivo del juicio final», ¿qué hacía aquel dispositivo?: no tenían idea. ¿Cómo sabían que estaban ante un auténtico terrorista y no ante un payaso sin oficio?: simple, Sentencia Perpetua ya había esclavizado y sometido ciudades enteras, bajo un feroz régimen de puño de hierro. También le contó que, para lograr sus objetivos, Sentencia Perpetua, o «Doom», estaba al mando de un colosal ejército, conformado por hombres que decidieron prestar servicio para poder tener un estilo de vida mínimamente digno. Para algunos era un terrorista desquiciado, para otros un tirano desalmado; sin embargo, en el mercado negro se solía tener un buen concepto sobre él. En cualquier caso, haya sido un tirano demente o un dictador benevolente, nadie estaba seguro de quien era en realidad, aunque todos conocían el poder de sus tres guerreros más destacados: Ivy, la montaraz; Faraday, el noble, y Aritz, el defensor. No había nadie en aquella devastada tierra que no hubiera escuchado aquellos nombres y que no supiese el respeto (o terror) que infundían, salvo, quizá, el chico sin memoria.
Los mercenarios se desplazaban en un pequeño convoy. Liderando al grupo, estaba Will, conduciendo una rudimentaria motocicleta, con dos metralletas acopladas a los lados. En los costados estaban las gemelas, Anabel a la derecha, montando a Mantecado, y Katherine a la izquierda, montando a Tartufo, el caballo cuyo nombre el chico creía que era «Chocolate». En el centro, un carruaje, impulsado por dos caballos negros, llamados Rocío y Sereno, trasladaba a el chico; a Kart; a Xara, quien se encargaba de conducirlo; a Jack, quien estaba en la parte superior del mismo, anticipándose al peligro, con su rifle en las manos. También servía para trasladar algunas provisiones, como alimentos enlatados, abrigos y munición. En la retaguardia, Walter conducía un peculiar vehículo, probablemente militar, parecido a una moto quad, pero que se aero-deslizaba y, de algún modo, borraba el rastro que dejaban los vehículos y animales delante de él.
Habían pasado poco más de tres horas desde que se adentraron en el bosque, tiempo durante el cual no había ocurrido ninguna novedad. El sol había salido hacía poco, por lo que la visión había mejorado considerablemente; sin embargo, aquel lugar seguía siendo muy frondoso y había un poco de niebla, por lo que todavía debían guiarse con faroles y linternas. El chico se sentía demasiado incómodo gracias a estar rodeado por cuatro caballos, quizá por eso no había dicho ni una sola palabra en todo el recorrido, ni siquiera para protestar por la ausencia de su desayuno, la cual, junto al constante tambaleo del carruaje, le hacían sentirse mareado.
El paso del tiempo era raudo e imparable, al igual que los mercenarios, es decir, ¿por qué habrían de detenerse?
—¡Mierda!
Will frenó en seco, produciendo un brusco sonido, creando una nube de polvo y tierra y haciendo que los caballos casi lo embistieran, pero, por fortuna, Xara sabía controlarlos bien.
—¿Qué sucede? —indagó Xara, mientras se tapaba el rostro con el codo y tosía salvajemente por la tierra que había levantado la brusca maniobra.
—Es…una niña. —respondió Will, tosiendo con aun más fuerza y frotándose los ojos con furia, lo que solo empeoró su escozor.
—Una… ¿niña?
Xara se bajó del vehículo y, junto a Will y Walter, inspeccionaron la escena. El chico, que se había asomado por la ventana, no podía ver nada, gracias a la nube de tierra. Solo podía observar la silueta de los tres adultos, hasta que, poco a poco, la tierra se disipó, permitiéndole ver a una pequeña niña desmayada, a poco menos de unos diez pasos de la motocicleta de Will; quizá había padecido el mismo destino del chico, y casi sufría uno peor, si no fuese por los excelentes reflejos de Will y su desarrollada vista. Walter cargó a la niña en sus brazos, no pesaba mucho, parecía algo desnutrida, tenía puesto un mugriento y decolorado vestido de color azul y su cabello, largo y dorado, estaba enredado, grasiento y lleno de barro seco; llevaba, cuanto menos, varias horas ahí. Xara colocó, despacio y algo aterrada, su mano sobre el pecho de la niña, afortunadamente, su corazón seguía latiendo, o eso intuyó el chico, al ver cómo el rostro de Xara pasaba de ser uno preocupado a uno aliviado. Xara y Walter se miraron mutuamente, ambos, sin decir una sola palabra, asintieron con la cabeza.
—¿Qué hacemos, jefa? —preguntó Will.
—Lo correcto —respondió Xara, de pie con los brazos cruzados.
—¿Lo correcto?, no querrá decir qué…
—Exacto… —interrumpió Xara— la llevaremos con nosotros.
—¡¿Qué?! ¡¿Otra más?! —exclamó groseramente, haciendo un exagerado gesto con los brazos.
—¿Pretendes dejar a esta niña acá, a mitad de la nada, sola y desamparada? —preguntó una indignada Xara.