Los guardias se habían llevado a todos los adultos mayores a los veinte años, los bebés habían desaparecido misteriosamente, según, trasladados a un edificio cercano. Se decía que a la edad de cinco años los cargarían al orfanato donde nos llevarían a todos, para trabajar en el ganado y vivir ahí mismo. Nos transportaron en grupos pequeños a una granja cercana al orfanato, la mayoría aún sollozaba la soledad. Yo como de costumbre, me quedé quieta, tal y como mi madre me lo había enseñado, cuando curiosamente quería estar cerca de ella.
—Su trabajo será ordeñar las vacas, limpiar las porquerías de todos los animales, uno a uno y obtener todo lo rico que nos dan —indicó un hombre alto, de ojos profundamente negros, cómo el cielo nocturno; verlo me causaba una sensación de miedos e inseguridades.
Llevaba puesto un traje negro brillante, y muy bien diseñado; su mirada era veraz e intimidante, tanto, que le causaba miedo a más de uno.
—¿Qué ha pasado con nuestros padres? —Se atrevió a preguntar un chico, más o menos de doce años, alto, delgado y al parecer valiente.
Llevaba un par de chiquillas colgando de sus brazos.
—Ellos ya no volverán, ahora es tiempo de que ustedes estén solos, y se dediquen a trabajar para mí —dijo el hombre, con voz ronca, caminando de lado a lado, mientras fumaba un habano. Movió dos dedos y comenzó a partir.
Me llené de prejuicios y miedos, no entendía nada y no me atrevía hacer una sola pregunta.
—¡Esto no es justo! —replicó aquel chico, saliendo de un arranque tras el hombre de negro. Todos lo miramos—. ¡Usted no es nadie! —gritó, señalándole con el índice, y frunciendo los labios con desdén prominente.
El hombre sonrió con malicia mientras tomaba al chico por los cabellos, justo al tiempo que saltó a su lado. Este chilló y gruñó al mismo tiempo, cómo un animal con correa. Nos alejamos de golpe, cuando comenzaron avanzar a nosotros.
—¡Qué les quede algo muy claro! —gritó fuerte, casi en un gruñido animal—. ¡Ahora lo soy todo! —concluyó con hedor el hombre de negro.
Dos segundos pasaron.
Tomó el arma de su bolsillo, y disparó sin compasión, justo en la sien del chico. Su cuerpo cayó al suelo, haciendo un ruido terrible; vi su rostro deformarse al instante que la bala entró y se derrumbó al suelo, mientras yo misma ahogaba un grito. Aquel hombre sólo sacudió su saco, y entró a su limusina.
Las chiquillas que hace unos minutos tenía entre sus brazos se acercaron para llorar la muerte, del cual creí era su hermano. Mis vellos se levantaron al ver toda la sangre que recorría las líneas de pavimento, di un paso hacia atrás y me abracé a mí misma. Ya no podríamos hacer nada y yo, ya moría de miedo.
—¡Ya escucharon al señor Hatway! —indicó un guardia, empujándonos con su arma hacia el granero.
Otros dos apartaron a las chiquillas a golpes, y sus sollozos hacían eco en todo el lugar, como si fuese realmente un manicomio...
Tuve tantas pesadillas con aquel chico, el llanto de sus hermanas y la sangre sobre mis pies..., con el tiempo me hacía sentir una extraña ira que crecía desde lo más profundo de mí, hasta llegar al punto de que los ojos me ardían y quemaban con una sensación extraña en mi interior.
Cuando cumplí los nueve años esto ya me era completamente normal, y los guardias no me atemorizaban como antes, sólo me hacían sentir irritada y completamente enloquecida.
Tuve que madurar un poco más a prisa que el resto, tenía que luchar y pelear.
Pero eso lo haría hasta tener la edad adecuada.