—Vieja, despierta —me murmuró Romina al oído.
Abrí un ojo y le vi una sonrisa enorme en la cara. Ella seguía moviendo mi hombro derecho y el sol se colaba entre las finas persianas.
Si alguien inventara un concurso, así como «¡El despertador de México!», en el que se seleccionaran veinte participantes y se les despertara a cada uno por la mañana de forma abrupta, con el fin de ver quién se levanta de mejor humor por las mañanas, Romina y yo le ganaríamos al mundo con un empate muy legal, sin sarcasmo.
No soy una persona mañanera, me tardo años en espabilar y amo, amo, amo los seis minutitos extras que me regala el botón de snooze. Casi siempre, se vuelven treinta y eso es lo que amo aún más. No tomo café, así que no soy persona durante la primera hora del día. Voy por el mundo entendiendo la mitad de lo que se me dice, pero todo esto lo hago de tan buen humor que parece que me cené un payaso antes de ir a la cama. De cualquier forma, esa era una mañana por demás hermosa.
Me encontraba en un país nuevo con una de mis mejores amigas. El sol brillaba, los pajarillos cantaban. Solo me hacía falta salir a hablar con las ardillas. «Cásate conmigo».
Inhalación de un suspiro...
Despertar representaba que lo vivido la noche anterior no había sido un sueño. «Cásate conmigo».
Más profundo...
Recordarlo me hizo soñar de nuevo con esos hijos rubiecillos y ojo azulados.
«Cásate conmigo».
Exhalación.
—¿Qué hora es? ¿Qué plan? —le pregunté sonriente a mi amiga despertadora. Me estiré cual gato, como cada mañana, pero esta vez sin quitar la sonrisa de los labios y soltando un par de gemiditos agudos.
—¡Alguien parece estar muy contenta hoy, eh! —dijo mi Romas intrigada y sonriendo de manera traviesa—. Son las nueve hermosa, espabílate y cuéntamelo to-do —completó mientras se acomodaba en la cama, tallándose las manos cual mosca.
Noté que tenía el pelo mojado y que no llevaba ya pijama. Los pequeños shorts de mezclilla con los que había decidido vestirse se le entallaban a la perfección alrededor de sus redondeadas pompas regordetas y la camiseta blanca con dos flores coloridas estampadas en el pecho le daban un look muy veraniego y casual.
—No, espera, pero ¿a dónde vamos? ¿Cuál es el plan? —le pregunté una vez más aún amodorrada sin entender muy bien lo que estaba pasando. Me senté en la cama y me escombré los lagrimales de sus pequeñas lagañas.
—¡Ah, sí, es cierto! Con la emoción del chisme casi se me olvida. Vamos a ir a conocer el centro de Fráncfort. Daremos una vuelta por ahí, comeremos juntos y después regresaremos a ver la inauguración del mundial aquí en el jardín. Traerán un proyector y todo, se oye bien. Apúrate ándale, yo ya me bañé. —Me dio unas palmaditas en las piernas y se levantó de la cama.
—¡Súper plan! ¿Oye y sabes si va mi marido? —le pregunté muy optimista.
—Ay, mi Alex, no tengo ni idea —me dijo un poco desilusionada—, ahorita en el desayuno no estaba ¡por cierto, apúrate que te vas a quedar sin desayunar! —me dijo dándome otro par de golpecitos.
Despertar con el desayuno preparado siempre es una gran motivación. Esos alemanes nos estaban malcriando demasiado. Pero había que aprovechar, pues dentro de unos días estaba segura de que nos tocaría dormir en el suelo y desayunar restos de pizza fría. Con eso en mente di un salto fuera de la cama y otro dentro de la regadera.
Dejé que el agua templada —casi fría— de la pequeña regadera alemana, cayera sobre mi cuerpo llevándose con ella mi sueño, el olor a aeropuerto, autobús y tren acumulado bajo mi ropa.
«Cásate conmigo».
¡Basta, Alex! Piensa en otra cosa.
...
No podía deshacerme de esas dos palabras que seguían resonando en mi mente como un poema de amor.
«Cásate conmigo».
¡Basta! ¡Basta!
...
«Cásate conmigo».
¡Joder!
Mientras llenaba mi cabeza de espuma se empezaron a refrescar mis pensamientos y caí en la cuenta de que llevaba un día entero sin bañarme. Había llegado del viaje directito a darle a las salchichas y a la cerveza y tras un par de estas olvidé por completo mi apariencia. Llevaba pants negros deportivos, unas sandalias Havaianas y una camiseta roja muy holgada por la que uno de mis hombros se asomaba sin permiso.
De seguro que también tenía los pelos de náufrago. ¿A quién se le ocurre viajar tan cómoda a un país abarrotado con rubios hechos a computadora?
Aunque es bien sabido que las primeras impresiones jamás se olvidan, quise borrar lo que debió haber sido una mala, muy mala impresión, con un atuendo coquetón, pero muy casual para que no se notara mucho lo coquetón. Así que saqué —con mucho trabajo— unos cuantos trapitos de mi mochila.
Estoy segura de que la persona que inventó las backpacks fue un hombre con muy poca ropa. Es de las cosas más inconvenientes para una mujer, por no decir para el mundo entero. Solo tiene una abertura por arriba y para sacar algo de abajo hay que vaciarla por completo. Ni siquiera se puede ver lo que hay dentro. Además, la espalda termina hecha añicos, en fin, una verdadera patada en los hue... sos.
Me asomé por la ventana del pequeño apartamento y pude ver un sol radiante sobre un cielo azul claro con apenas unas pelusas formando un par de nubes muy a lo lejos. Escogí una blusa amarilla sin mangas, una falda de mezclilla casi hasta las rodillas con una corta abertura de lado derecho y unas bailarinas blancas. No era muy llamativo, más bien quedaba en perfecta armonía con el verano.
Me dejé mis chinos al aire y los moldeé con un poco de aceite para el pelo, para que no se hiciera como una melena de león. Me puse un poquito de rímel y salí súper hambrienta a reunirme con la demás banda.
Apenas habían pasado quince minutos desde que Romina me despertó, pues una de mis más grandes cualidades (admirada por hombres y mujeres) es la rapidez con la que estoy lista. Triste y simple, pero cualidad al fin. Además, me comían las ansias por ir a reunirme con mi príncipe azul, para qué mentir.