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El castigo
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No era la primera vez que lo veía, me había encontrado con él algunas veces en la plaza principal de Dester; pero desde que trabajaba en la Gezza podía verlo todos los días. Siempre me miraba de la misma forma, un tiempo pensé que me reconocía como la ganadora del concurso con mi “canción a la cosecha”. Pero eso era imposible ya que por alguna razón se habían olvidado de darme el crédito. No importaba siempre y cuanto Guian estuviera orgulloso de mí, eso me bastaba nada más.
El chico de la mirada, se dirigía con los de su grupo de cosecha al sembradío de Dester, el lugar más importante de Grewinter. Vestía como los demás: botas hasta las rodillas un peto industrial azul y chaleco naranja, sin embargo sobresalía del resto; tenía en la mano un saco con una capacidad de treinta kilos, que al finalizar su jornada tendría que cargar cuesta arriba, para que los cargadores pudieran estibar en los grandes camiones que los llevarían a los almacenes en el castillo del rey Olivuns.
Nuestras miradas chocaron mientras el entraba a su turno y yo salía del mío, ambos en nuestras filas. Con nuestros compañeros de cosecha a nuestro lado podría decirse que era algo injusto que ellos tuvieran que cargar esos costales mientras que nosotras una ligera canasta con solo algunos frutos.
Su mirada era fuerte. Un oblicuo rayo de sol, que se colaba por momentos entre el movimiento de las ramas de los árboles, se encaprichó con sus ojos. Aquellos ojos que intensificaban su color azul a efecto de ese sutil rayo; se veían más intensos y amables. Ivvo Millian, tenía una nariz recta, el mentón afilado y la cara armoniosamente cuadrada. «Tallado por los mismos dioses», decían las chicas de la Gezza, mi equipo de recolección, aunque creo que en Esteridrakon, Dominiums y Darmicu las chicas hablaban de lo mismo.
El sol de mediodía, centellaba sobre su rostro lleno de pequeños vellos dorados, y su cabello rubio parecía brillar más de lo normal. Algunas decían que incluso se veía guapo con la cara sucia llena de lodo, lo cual era bastante común al terminar las jornadas de cosecha, yo, no pensaba nada de él; ni sucio, ni limpio; tenía cosas más importantes en que poner mi mente, que en que tan linda era la sonrisa de Ivvo.
El viernes de la primera semana de septiembre, esperábamos sentadas en los enormes troncos que estaban alrededor de los camiones a que las rejas del sembradío fueran abiertas para irnos a casa. Los hombres cansados no solo de cosechar, si no de traer los costales desde la siembra hasta donde los camiones se aparcaban, casi se arrastraban hasta ahí, yo era lo suficientemente fuerte para ayudar a alguno; pero no se me permitía. Las reglas eran claras en el sembradío, las mujeres no interveníamos del todo en las labores de los hombres, porque podríamos distraerlos, además de que no teníamos la fuerza suficiente para hacer el trabajo que ellos realizaban, y quizá sí o, quizá no. «Pero creo que podíamos dividirnos el peso de los costales y dejar las canastas a un lado», respondía siempre que me daban esa tonta excusa.
Miré la cara de Guian, era demasiado pequeño para estar ahí; pero no teníamos otra opción, los medicamentos de mi madre que convalecía en casa con un dolor crónico de años, eran demaciado caros. Mi padre trabajaba doble turno en la cantera y a mucha cuesta llegábamos a comer algo de carne, teníamos que conformarnos con pan duro que era más barato, agua y nada más.
La cara infantil de Guian desentonaba en nuestro grupo de cosecha. La funebre fila de hombres hacía marcha hacia las enormes puertas del sembradío. La mayoría de los niños de doce años no tenía que trabajar a su edad, o por lo menos no de recolectores, además en el sembradío solo se empleaba a jóvenes de entre quince y veinticinco años salvo excepciones como la de mi hermano menor, antes y después de esa edad no les servíamos para los equipos. Su cabello largo y rebelde me recordaba al mismo pelo negro azabache que mi padre tenía en su juventud, sus inconfundibles ojos verdes eran iguales.
«Son identicos—pensé, mientras venía a mi mente la imagen de la fotografía de mi padre, que estaba en la mesa de la sala. »
Podía ver en las venas de su frente el esfuerzo que hacía para cargar ese costal de fruta fresca que recién recolectamos, y en sus piernas temblorosas pude predecir lo que era inevitable, si ibas a una jornada de ocho horas con el estómago lleno más de agua que de pan.
Lo siguiente pareció suceder en camara lenta, el costal de color café que Guian sujetaba tambaleante, cayó al suelo, y de el se desbordaron decenas de frutas que se esparcieron por debajo de los pies de los demás trabajadores de la Gezza, aplastados sin querer. La cara de las personas que se percataron de lo sucedido era de terror, nadie quería estar en el lugar de Guian.
— ¡Dennever!—. Alguien gritó nuestro apellido dirigiéndose a mi hermano menor mientras se habría paso entre la multitud.
El nudo en la garganta que parecía ahogarme y mi intento desesperado por no axsifisiarme, no me impidieron correr.
Caí de rodillas y me arastré unos centimetros, mis brazos y manos se limaban ligeramente mientras se arrastraban entre las asperas y corpúsculas piedrecillas del suelo. Escuchaba voces cerca y lejos de mi; pero no sabía de que punto provenían, entonces encontré sus pequeñas manos desesperadas recogiendo frutos a toda prisa. Enseguida con la misma desesperacion, y el aire de angustia en la admosfera lo ayudé metiendo tres frutos o más a la vez al costal.
No tuve tiempo de cubrirme, sentí como si el látigo quemara mi piel, segundos después mi cara estaba tan ensangrentada como la de Guian. El gigantesco hombre vestido de armadura que tenía el látigo en la mano era George el Cerdo. Me miraba con media cara insensata que tenía todo, menos aire de amabilidad, sus ojos de odio azotaban mi mirada, su yelmo semiabierto dejaba ver su nariz retorcida con algunos vellos saliendo de sus orificios nasales. Nosotros, indefensos en el suelo mirando hacia arriba con la silueta a contra luz de George parado defrente. Una escena digna de la Gezza, nada más ni nada menos que algo normal.
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Editado: 15.10.2019