Silencio

Capitulo 6

Buenas malas

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El secreto y el silencio los consideraba íntimos, dos grandes cómplices que entrelazan las manos. Unidos a favor de dos que desde siempre han sido grandes enemigos, el bien y el mal.

Ignoraba la causa pero sabía que existía y que estaba escondida en algún rincón del pasado. Y estaba segura porque en los ojos de esa mujer encontré un resentimiento atroz, uno que no se puede disimular ni ocultarse, y me preguntaba ¿Qué existía entre esas miradas que yo ignoraba? ¿Por qué sentí un deje de desesperanza y odio cuando ella le reprocho diciendo: "Dile eso a mi padre. Dile que regrese el tiempo"? ¿Por qué podía entender un poco ese sentir de reproche, por que conseguía comprender esa ausencia que ella en dos simples frases había soltado con un imperfecto disimulo de dolor e impotencia? 

¿Por qué no apartaba esa mirada recriminatoria de mí? ¿Por qué me involucraba en algo? ¿Qué había causado yo para merecer esa mirada cargada de aversión? Pero de todas esas interrogantes una en específico me robaba la paz ¿Por qué mencionó a Jonathan? ¿De dónde lo conocía?  y después de hacerme esas preguntas la realidad me sumió en la obviedad. Mi hermano era un casanova, sí; pero, también un caprichoso que miraba y juzgaba dos veces con quien se unía. Pero a pesar de saberlo la calma no volvía a mí ya que así como una tormenta se situaba sobre su cabeza así mismo con facilidad un día caluroso podía aferrarse a él. 

Tras esa mujer el entusiasmo colectivo había quedado olvidado. 

Una ola de mutismo nos había colmado y a mí en particular una atmósfera de tensión y preguntas me circundaron dejándome inepta para hacer algo. Julián por su parte y para mi desconcierto había vuelto a adoptar esa mirada ensombrecida y abstraída, la misma que antes. Al parecer el encuentro con esa mujer nos había dejado a todos extraños. Su cabello libre y revuelto me ocultaba la vista de sus gestos y cada vez que el viento soplaba podía hacerlo menos. De un momento a otro me rendí y me dediqué tal como él a mantener la mirada fija en el camino. 

Mohamed ya no nos seguía, nosotros los seguíamos a él.

Mientras avanzábamos y entrabamos en el ombligo de los cuatro senderos cubiertos de campos e intemperie, una vieja y sólida casona nos daba la bienvenida a un lado del camino uniendo un quinto el cual hacía de entrada a ella. Mientras su construcción de piedra denotaba un antaño valeroso y sus tejados noblemente resistían, la naturaleza a su alrededor se fortalecía, reverdeciendo y colmando de vida el aire solitario que podía respirarse si estaba dentro.

Llevando la mirada a las altas copas de los cipreses que bordeaban la casa como una especie de muro, tales como las que sobresalían en la parte trasera por sobre el techo supuse que existía algún jardín deshabitado, la idea de eso me contrajo tristeza y una sensación de miedo.  Había escuchado vagamente una historia, una en la que se contaba sobre esa casa, sobre una anciana y un rumor extraño sobre una enfermedad. 

Quien entraba y habitaba la casa por una semana o más enfermaba de asma.

Se contaba que una mujer llamada Caledonia Zúñiga había tenido cinco hijos de los cuales fue perdiendo uno a uno debido a esta enfermedad. Mientras sus hijos morían ahogándose ella no podía estar más que fortalecida en salud y esto la martirizaba. Pronto quedo sola y con el corazón destrozado. Su marido era un perdido alcohólico, uno el cual murió arrastrado en una tormenta en un rio embravecido. Caledonia conoció la desgracia enterrando a su hijos, para después terminar con su marido.

Muchos años después cuando la vejez toco su piel y cuando creyó que ya no podía sufrir esa terrible enfermedad, ésta impactó su salud de manera inesperada. Había escuchado que nadie se le acercaba por miedo a ser contagiado, aunque no se sabía a cabalidad si en verdad se podía propagar, nadie producto de los nervios buscaba razones médicas, no; sino que huían y lanzaban habladurías espantando a los más pequeños. 

Al fin el asma prorrumpió con su vida cansados días después. Pero cuando creía que se iría al mundo de los muertos sin un consuelo de los vivos, un anciano misionero llego al pueblo, Omar Mora, quien escuchó de la anciana condenada y alcanzando sus últimos alientos, le habló de la eternidad y del amor de Dios para quienes los buscan. El corazón sufrido de ella fue tocado con la dulce miel de la palabra, si nunca había tocado el consuelo en toda su vida en ese momento a punto de morir lo hizo. Antes de que esa anciana desdichada dejara su cuerpo sus labios soltaron lo siguiente: "Creo en ti, Señor llévame a tu seno, por favor"

Ella partió dejando la vida que había llorado. 

Semanas después el anciano murió llenando de consternación al pueblo entero. Desde ese tiempo, tres décadas exactamente nadie se atrevió a visitar esa casa. Y también desde entonces es llamada la casona Mora en honor al anciano muerto que había arriesgado todo por ella.

—¿Seguimos?—dijo súbitamente una voz circunspecta el cual  me hizo sobresaltar.

Julián me observaba en silencio a unos cuantos metros de mí, entonces me di cuenta que había quedado rezagada meditando sobre la casa. Eché un ojeada por detrás de él encontrando a Mohamed bastante alejado de los dos, casi como si se hubiera ido galopando a toda marcha. Luego volví a ver a Julián y ahí, pegada en su mirar intenté buscar algún retazo de razón que me llevara a entender porque su actitud se tornaba cambiante con demasiada agilidad. Pero fracasé, fracasé porque cuando quise encontrar algo en sus ojos el hurgó en los míos haciendo que apartara la mirada, sumida en un torrente de nerviosidad que pude a tiempo disimular.

—Si.—asentí resignada.—Sigamos.

Pronto los campos desaparecieron dando paso a las casas, al bullicio de voces, a las sombras de las personas y a las calles estrechadas cubiertas del ir y venir del ajetreo comercial. Cuando vislumbraba personas conocidas me detenía y me dedicaba a charlar, luego mientras avanzábamos le hacía comentarios a Julián de las tiendas, de las posadas y sobre todo los puestos de comida.




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