De tango se ha hablado mucho, escrito mucho y se ha compuesto tanto tango como queramos escuchar. Podemos elegir por cuál orquesta escuchar nuestro tema favorito y en las mesas se puede oír el debate sobre qué cantante interpreta mejor cierto tema.
Todos los años nos deleitamos yendo a clases, milongas, seminarios y festivales, y tenemos el hueco apartado, de ser posible, para no perdernos el Mundial de Tango.
¿Hay programa de tango en la televisión pública? Lo miramos. ¿Hay clase tango en vivo por internet? Asistimos. ¿Hay una nueva y retorcida técnica de tango inventada por un enanito del planeta Urano? Vamos con todo y la practicamos hasta que nos sale. Sí, es así, parece exagerado pero el tanguero es así. Lleva el ritmo en la sangre y el anhelo por sacarle “viruta al piso”, como dice el tango. No lo podemos controlar, no lo podemos refrenar, no podemos decir: “este año me olvido del tango, ya fue”. No señor, porque aunque se intente – créanme que lo he intentado – sentís por dentro como una opresión en el pecho, te empieza a faltar tu cable a tierra, la conexión con tu ser y tarde o temprano rebuscas por toda la web alguna milonga cerca de tu casa para poder volver a envolverte en el abrazo, en esa versión de paz interior que solo vos conoces, en ese instante en que dos cuerpos desconocidos se juntan para formar por tres minutos un solo yo, para deleitarte en ese momento en el que el mundo se detiene y desaparece lo exterior y ya no importa nada más que caminar al son del compás.
Mi nombre es Paula Cabrera. Actualmente, soy madre, profesión invaluable y agradezco cada respiro de vida que tengo. Por lógica, cabe preguntarse si yo conocí el tango o si el tango me conoció a mí primero y, también, si así de gentil como es, tuvo la amabilidad de esperarme hasta que encontré el coraje de abrazarlo.
A la corta edad de nueve años mi mente dio dos vuelcos muy grandes: por un lado, se despertó mi deseo insaciable de plasmar sobre papel cada uno de mis pensamientos; por el otro, conocí que existía una danza suave, con pasos combinados a la que llamaban tango. En aquellos tiempos aún tenía la creencia en mi mente que el tango era algo que solo se cantaba, que simplemente era música de viejos y que les gustaba a los hombres machistas, que era un ambiente de alcohol y humo de cigarro, donde no se hacía otra cosa que escuchar aquellas letras en una completa melancolía. Sin embargo, pese a todo este matorral de conjeturas en mi cabeza, conocer que aquella música llevaba un compás y ver cómo los pasos precisos y delicados iban dejando dibujos en el piso y transmitiendo armonía en el aire, despertó en mí una curiosidad que solo diecisiete años después me atrevería a saciar.
El número es correcto: pasaron diecisiete años hasta que tomé el coraje para decidirme a aprender a bailar tango y, hoy, ha sido una de las mejores decisiones que he hecho por mí misma. Aquello llegó en el momento justo. Necesitaba un escape de una vida oscura y fue mi colchón de salto cuando las cosas que envolvieron en llamas. No voy a entrar en detalles de mi vida extremadamente personal, pues el objetivo de este manuscrito es compartir de tango.
Recuerdo que llegué en abril a las puertas del Homero Manzi en Villa Gesell, que era donde residía en ese entonces. Todavía conservo la sensación que sentí al entrar por aquellas puertas: ansiedad, miedo, inseguridad… Exactamente quería salir corriendo de allí. Para ese entones aún estaba casada y la energía que me transmitía aquella persona no era exactamente la adecuada. Sentía todo enorme y que mis pies eran muy torpes para aquella danza, me costaba mucho saludar y entablar una conversación, creía que estaba fuera de sintonía. Y fue entonces cuando una chispa de alegría entró por la puerta, o más bien una llama, porque entró con tanta energía que contagiaba a quien la rodeara. Aquella, sin saberlo era la profe. Para mi sorpresa era tocaya, no solo por nombre, sino que también por altura. Persona luchona, mujer de gran corazón, madre auténtica, bailarina en cada célula, profesora exigente y honesta, amiga intachable. Me abrió el corazón y las puertas al tango. Nunca me dio por perdida. Y en el tango encontré un refugio, y poco a poco me volví a encontrar a mí misma. Encontré en el tango una medicina (que más tarde me enteraría que eso se llama TangoTerapia). De una depresión enorme en la me encontraba, el tango me ayudó a salir de ella y a volver a encontrarme con mi pasión por la escritura. Obviamente, también hizo falta terapia psicológica, pero hoy puedo decir orgullosa que ya no tengo depresión crónica. De los dolores agudos que me dominaban, y aunque a veces por la colina asoman, el tango hizo de ellos una briza de primavera: así como viene encuentran como volver a su tierra. Me demostró que no importa que tan rota uno tenga la columna, el tango no discrimina, te incluye, te abraza, te espera. Hay tango para todos los ritmos, para todas las edades, para todas las dolencias, para todas las necesidades, para todos los corazones.
La historia es larga y hay mucho para contar: entre escapadas a buenos aires para mejorar, para ver amigos… entre milongas formadas, talleres, gente que me impulsó para dar clase… caídas y vuelos… el tango te da mucho para contar. Pero aquí dejo mi relato para darle paso a aquellos que se sumaron a cotar su historia. Amigos del tango, amigos de todos… amantes del 2x4.