— ¿Puedo pedirte un favor? –pregunté mientras me llevaba una cucharada de comida a la boca–.
— Dime...
— A ti que te gusta todo eso del baile, el canto y el modelaje...
— Sí...
— Necesito que, pues...
— Sí...
— Pues necesito que me enseñes a bailar ya... –repliqué algo incómodo–. ¿Podrías ayudarme?
A pesar de que era mi hermana, era muy difícil pedirle esas cosas. Y no porque fuera un tipo orgulloso, egoísta, a alguna de esas cosas, sino porque ya le había pedido varios favores antes.
— ¿Es nuevamente ese bendito baile de integración en el que quedaste en ridículo el año anterior, verdad? –agregó con carita de pocos amigos–. No pensarás volver a repetir esa escena tan desagradable, ¿o sí? ¿Acaso no te marcó aquella experiencia?
Para no continuar manchando mi reputación más de lo que ya estaba o llegar a herir la susceptibilidad de alguno de los lectores, he decidido omitir los detalles de aquel acontecimiento desastroso. Si bien me ha servido para no volver a cometer los mismos errores del pasado, para no ser el mismo imbécil de siempre; aquello me ha dejado una huella muy profunda que hasta ahora ha sido casi imposible de borrar.
— Precisamente es eso lo que pretendo remediar –dije convencido–. Debo redimirme. Y por lo mismo necesito que me ayudes.
— Pero esta vez no me arrastrarás contigo hermanito...
— No te preocupes chaparra –aclaré–. Nadie sabrá que estás detrás de este rotundo cambio.
— No me queda más que confiar en ti –dijo algo incrédula–. Y... ¿se puede saber quién es la afortunada? ¿Quizás conozco a quien se ha robado tu corazón?
— Para nada. Incluso jamás creí que fuera la elegida. Su nombre es Laura. Simplemente Laura.
— Laura, mmm. ¿Acaso dijiste la elegida?
— Solo es una forma en la que traté de mencionarlo. No se me ocurrió otra palabra.
— Ah. ¿Y para cuando necesitas lo del baile?
— Vamos a tener que apresurarnos –señalé tratando de minimizar el problema–. Es para el viernes...
— ¿Viernes? Increíble. Al parecer a ti te gusta que te maltraten, no. Que te humillen.
— Me justificaré diciendo que es hereditario...
— Sí, claro. Ahora échales la culpa a nuestros padres.
— ¿Vas a ayudarme o no? –repliqué esta vez en tono un poco molesto–.
— Por lo menos termina de almorzar y tómate un pequeño descanso, no.
En este sentido Lucy tenía razón. Estaba hambriento y fatigado. Recién al probar la cucharada de comida me percaté que volvía a recuperar la energía que tanto estaba necesitando. También era cierto que debía descansar, los doctores recomendaban una siesta de por lo menos veinte minutos entre cada jornada de trabajo. Como sabía que iba a tener una noche muy agitada y movediza, estaba plenamente consciente de que la recomendación de mi hermana no era del todo descabellada.
Acabé de "almorzar" rápidamente y me dispuse a tomar un pequeño descanso. Programé la alarma para que timbrara después de treinta minutos y me acosté placenteramente en la cama. ¡Qué agradable se sentía el solo hecho de poder relajar los músculos! Parecía como si me hubiese sumergido en la utópica fuente de la juventud. Como si me hubiesen quitado algunos años de encima. Mi alma volvía a recuperar la vitalidad propia de un niño.
Varios minutos después, entre reflexiones espontáneas e imágenes efusivas de la figura de Laura, me sumergí lentamente en lo más profundo y oscuro de los sueños. Me había desconectado brevemente del fastidioso mundo exterior, que con su aburrida rutina pretendía continuar atosigándome.