El país entero estaba conmocionado. Cada vez más instituciones, profesionales de la salud, políticos, policías y fuerzas armadas resultaban estar vinculados con el caso de los prostíbulos y maternidades clandestinas. Aún peor que eso, era la posibilidad de que muchos de los secuestros estuviesen vinculados con el tráfico de órganos.
Se comentaba en los medios que incluso el Presidente podría estar implicado. Todos los días, grandes grupos de personas marchaban a las plazas. Los manifestantes llevaban antifaces negros como símbolo de la protesta. La represión de la policía no hacía más que convocar a más personas que exigían justicia por todas las vidas que habían sido robadas. En los medios, incluso, se había comenzado a hablar de la posibilidad de un golpe de Estado. Era la primera vez en más de treinta años que la democracia estaba en riesgo. La noticia dominaba la agenda pública y no había ninguna forma de escapar de ella.
Una de las jóvenes rescatadas había declarado que mi fotografía le resultaba familiar. La versión oficial era que yo era una superviviente más y como aquello era más verosímil que mi historia, mi madre llegó a la conclusión de que la terapia no me estaba ayudando sino todo lo contrario. Decía que me estaba confundiendo y sembraba en mí recuerdos que no existían y me prohibió volver a ver a Noemí. Fue entonces cuando me quebré por dentro. Me sentía atrapada entre dos mundos y no sabía en qué podía creer. Sin embargo, fueran reales o no, extrañaba con todo mi ser a Ian y a mis hijos.
Mi madre se había tomado una licencia en el trabajo para dedicarse a cuidar de mí y de mi hija, a quien llamé Ariana. Mi niña era perfecta, pero no lograba llenar el vacío que había dejado dentro de mí la ausencia de recuerdos de Ian y de los niños. Sentía que Ariana era capaz de percibir el aura de completa oscuridad que me envolvía y en los momentos en que no podía evitar romper a llorar ella me acompañaba con su llanto. Mi madre la cuidaba casi todo el tiempo. Yo no me sentía lo suficientemente buena para ella. No había podido amamantarla siquiera una sola vez, debido a que el psiquiatra me había recetado unas pastillas para lidiar con la ansiedad y otras para superar la depresión más fuertes que las que había estado tomando, aunque yo sentía que no estaban funcionando en mí.
Ariana tenía absolutamente cautivados a mi madre y a Samuel, quien resultó ser mucho más amable de lo que yo había pensado al comienzo de nuestra relación. Con la atención de la casa puesta en Ariana, yo había ganado un poco más de autonomía. Había comenzado a salir sola a la calle nuevamente, bajo la promesa de llevar siempre conmigo el antiguo teléfono celular de Samuel y de nunca alejarme demasiado de casa. Para mi hermano, el pequeño aparato era un cacharro antiguo, mientras que a mí me sorprendía lo mucho que había avanzado la tecnología en los últimos diez años. Era como si llevara una computadora miniatura en el bolsillo.
Un mes y medio después del nacimiento de Ariana, mi madre se vio obligada a volver a trabajar, por lo que inscribimos a mi hija en un jardín maternal. A pesar de creer que eso me iba a alejar aún más de ella, algunos días sentía como si no me quedaran fuerzas para levantarme de la cama. Estar conmigo a solas todo el día no era lo mejor para ella en ese momento de nuestras vidas y yo me daba cuenta de eso. Realmente ansiaba ponerme bien y no solo por mí, sino también por mi hija, pero estaba sumergida en un abismo emocional del que era muy difícil salir.
Gracias por llegar hasta aquí conmigo. ¿Alguna vez se sintieron tan deprimidos?, ¿cómo lo superaron?
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¡Nos leemos pronto!
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Editado: 05.06.2020