El reloj de la pared marcaba las tres de la tarde. Ya hacía varias horas que yo estaba lista para salir con Miguel. Comencé a ponerme nerviosa. Tenía miedo de que no llegara. ¿Qué pasaría si se había arrepentido? A las tres y cinco corrí las cortinas de la sala y miré a través del cristal, pues estaba considerando la posibilidad de que el timbre se hubiera averiado. No había rastros de mi amigo.
Pasaron diez minutos más hasta que finalmente alguien llamó a la puerta. Abrí sin preguntar y encontré a Miguel en el umbral. Un rayo de sol iluminaba su rostro y hacía que sus ojos miel parecieran verdosos. Se había afeitado hacía poco y tenía un pequeño raspón en la barbilla.
Se acercó a mí y en ese instante sentí que mi respiración se detenía por una fracción de segundo. Colocó su mano sobre mi brazo izquierdo y se acercó despacio. Cerré los ojos y sentí sus cálidos labios sobre mi mejilla. Un momento después nos separamos.
¿Qué sucedía conmigo? ¿Por qué de pronto me ponía tan nerviosa al sentirlo cerca?
—Luces bien. ¿Prefieres que hagamos tu currículum vitae aquí o que vayamos a mi casa?
Tardé un momento en responder. Me había dicho que me veía bien. No cabía en mí de tanta emoción.
—Gracias, qué amable. Tú también te ves bien hoy.
Oh no, pensé. Esperaba que no hubiera interpretado que sugería que los demás días no se veía bien.
—¿Entonces? —agregó.
—¿Entonces qué?
—¿Nos quedamos a armar la hoja de ruta aquí o prefieres que vayamos a mi casa?
—No lo sé. Como tú quieras.
—¿Tienes computadora?
—Sí, quiero decir no. Hay una computadora, pero está en la habitación de Samuel. No creo que le guste demasiado la idea de que entremos en su cuarto mientras no está.
—Entonces, mejor vayamos a mi casa. Mi hermano y su esposa regresarán después de las seis, así que tenemos unas cuantas horas. ¿Vamos?
—De acuerdo —dije al tiempo que salía y cerraba la puerta con llave detrás de mí.
Comenzamos a caminar lado a lado por las calles de mi barrio. Una vecina que se encontraba barriendo su vereda me saludó con un gesto cuando pasamos frente a ella. Le devolví el saludo y no pude evitar notar la forma en la que miraba a Miguel. Me acerqué más a él. Podía sentir cómo la tela de mi camisa rozaba la piel de su brazo mientras caminábamos.
Él pareció darse cuenta de mi intento de acercamiento porque me rodeó con su brazo y continuamos caminando abrazados. Me sentía segura con él. Era como estar en un sueño.
No hablamos demasiado durante el camino. Era un momento tan bello que tenía miedo de decir algo y arruinarlo. Él tan solo hizo algunos comentarios sobre lo lindo que estaba el día y de lo extraño que resultaba la desaparición del presidente.
Miguel no me soltó hasta que llegamos a nuestro destino. Vivía en el octavo piso de un edificio antiguo. Por los amplios ventanales de su living-comedor se podía observar una vista estupenda. Incluso podía distinguir a lo lejos el techo de mi casa.
Las paredes estaban decoradas por algunas fotografías de un matrimonio joven. Ella era morena y esbelta y él tenía gafas y el cabello ondulado de color castaño claro. Asumí que serían el hermano y la cuñada de Miguel. En ninguna fotografía se lo podía ver a él. Comprendí un poco el sentimiento que expresaba en las terapias de no sentirse parte de aquel sitio. No había logrado volverlo su hogar, era un huésped, un invitado a la vida de una pareja que ya estaba constituída.
Unas sábanas dobladas sobre el apoyabrazos del sofá delataban que allí era donde debía dormir.
—¿Quieres algo de tomar? ¿Un té o un café?
—Un vaso con agua estaría bien.
—Agua, mi especialidad —bromeó dirigiéndose hacia la cocina.
Me senté en el sofá de lado opuesto al que estaban apiladas las sábanas. Unos instantes después Miguel regresó con dos vasos de agua con hielo. Me alcanzó uno y le dio un largo sorbo al suyo. Recién al comenzar a beber me di cuenta de lo sedienta que estaba. Hacía calor y sentía cómo la camisa se me pegaba al cuerpo.
Miguel dejó su vaso sobre la mesa ratona y se dirigió a un modular de madera con dimensiones demasiado grandes en comparación con el pequeño apartamento. Noté que no contaban con sillas ni con una mesa de comedor. Posiblemente, los tres cenaban sentados en el sofá, apoyando sus platos sobre la mesa ratona y mirando televisión, ya que esta estaba exactamente frente a mí, justo en el centro del modular.
Regresó cargado con una notebook, una impresora, varias hojas y una maraña de cables. Encendió los equipos y luego abrió un nuevo documento de texto. Colocó una plantilla como base y me fue preguntando todos mis datos personales. Yo se los fui proporcionando con confianza.
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Editado: 05.06.2020