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Jim apagó la luz y reclinó más su asiento, estirando las piernas bajo la mesa del televisor. Una azafata se había ofrecido a prepararle la cama, pero se había negado. No estaba allí para dormir cómodo en unos pijamas ridículos. Sus ojos se desviaron hacia la ventanilla. El continente entero se desplegaba allí abajo, a miles de metros, invisible en la noche sin luna. Y debían recorrerlo hasta su extremo más lejano.
Dormitó un rato, un sueño poco profundo que no le proporcionó ningún descanso, y despertó para hallarse cubierto con una manta ligera. Alguna azafata había hecho lo mismo que solía hacer Silvia cuando lo encontraba dormido.
Suspiró. ¿Qué demonios hacía en aquel vuelo directo Los Ángeles-Buenos Aires? Se había dejado arrastrar por Sean para evitar una pelea que habría terminado a puñetazos. Pero eso no cambiaba que aquel viaje era en vano.
Conocía demasiado a Silvia para abrigar esperanzas. Podía pasar el resto de su vida sentado en su umbral y ella ni siquiera se dignaría a mirarlo. Porque ya había tomado una decisión.
Él lo había percibido la primera noche en Chile, mas había fingido ignorarlo. Su orgullo y su confianza en sí mismo le habían permitido sostener aquella mentira por un par de días. Hasta que Sean abriera la maldita boca, y a la noche siguiente no había obtenido ninguna respuesta al acústico.
Se había atrevido a renovar sus esperanzas cuando ella se presentara en Chile tras el accidente. No había durado mucho. Y durante los meses siguientes había deseado con todas sus fuerzas estar equivocado. Pero ya no podía seguir engañándose a sí mismo sobre el significado de su silencio.
Había mantenido el Hey, Jay! activo porque no quería que Silvia tuviera motivos para dudar de sus sentimientos por ella. Y para hacerla enfrentar lo que él ya había aceptado: les gustara o no, el vínculo entre ellos era ineludible.
Nadie más comprendería la mitad de las cosas que él posteaba desde su gran ciudad junto al mar para ella en su pueblo de montaña. Ellos sí comprendían, todo. Se trataba de puntos de vista, cierto sentido del humor, dudas, convicciones, ideas que no compartían con nadie más. Lo mismo que ella intentara explicarle cuando se conocieran, al contarle por qué le gustaba su música. Esos detalles que los habían acercado desde el principio, con el primer sarcasmo en aquella noche de lluvia.
El precio de admitirlo había sido alto.
Se había enamorado de la última mujer que jamás creyera que podría interesarle. La última mujer que su entorno hubiera esperado que él tan siquiera mirara. De modo que la había convertido en su secreto mejor guardado, para evitarse críticas y burlas. Un secreto que incluso se había ocultado a sí mismo por un tiempo. Hasta que descubriera cuán cercana a él había llegado a ser esta mujer, la única con quien podía compartir lo que ni siquiera compartía con su hermano. La que lo necesitaba y lo amaba cuando los reflectores se apagaban y él se convertía en sólo un hombre de carne y hueso.
Y cuando su hermano lo arrojara de cara al barro, se había visto obligado a aceptar que sentía mucho más que afecto por ella.
La amaba.
Necesitaba saberla siempre cerca, ya fuera en su cama o al otro lado del mundo. Necesitaba saber que su corazón le pertenecía. Necesitaba ser el único capaz de emocionarla, llenar sus ojos de lágrimas, hacerla reír.
Enfrentar sus propios sentimientos le había provocado un alivio inesperado. Porque comprendió que ya le había mostrado lo mejor y lo peor de sí. No quedaba ningún figurín en ningún pedestal. Eran libres de ser ellos mismos, juntos.
Pero ella había elegido el silencio.
Le había dicho que lo amaba, lo había besado con lágrimas en los ojos y se había marchado. Y no había vuelto a dirigirle la palabra.
Cuando ninguna mujer era tan divertida, tan dulce, tan lista. Cuando necesitaba pensar en ella para excitarse con los mejores traseros de Hollywood. Cuando el mero recuerdo de sus voces cantando juntas lo llevaba a componer una canción como Explain the Thoughts, que les llenaría una vitrina de premios y no tardaría en convertirse en uno de los hits clásicos de la banda, dijera lo que dijese Sean.
No era un tonto que no había apreciado lo que tenía hasta que lo perdiera. Era un tonto muy consciente de lo que perdía en el momento de perderlo.
Por eso le había enviado la canción y el poema. Ella necesitaba tenerlos. Porque ya era tiempo de que reconociera que no había salida para ellos por separado.
Lástima que había vuelto a subestimarla. No había tenido en cuenta la profundidad de sus emociones cuando se trataba de él. Se había tomado un mes entero para recuperar el aliento, y entonces había roto su silencio por primera vez. Para decirle, literalmente, con tu música a otra parte.
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Editado: 15.08.2023