Lo primero que hago al llegar a casa es buscar el regalo de Jason. Por razones obvias, avisé en el trabajo que no iría. ¿Cómo podría concentrarme con ese chico siguiéndome?
—Debe ser estrés, cariño. Ya pasará —dijo mi tía.
En sus ojos había el mismo miedo que vi tantas veces en los míos cuando mamá tenía una crisis. No quiero acabar igual que ella, atrapada por las fantasías de su mente retorcida, no quiero perderme a mí misma y que quien soy ahora se vaya para siempre. Eso pensaba en el autobús de regreso, con Superboy mirándome desde el último asiento. Eso pienso ahora, en mi habitación, sabiendo que, si miro por la ventana, lo veré de pie en la acera de en frente, con sus penetrantes ojos fijos en mi ventana.
Abro por fin el regalo, que ha esperado tanto por mí. Intento quitarle la envoltura sin romperla. Tiene imágenes de microscopios y matraces bellamente repartidas en un fondo verde agua. El papel da lugar a un estuche tubular. Podría ser un estuche común y corriente, pero está decorado con rostros de próceres de la ciencia: Copérnico, Galilei, Lavoisier, Einstein, Darwin, Marie Curie y muchos más. En el frente, una leyenda brilla como si estuviera escrita con estrellas.
"Traspasa las fronteras de lo conocido. Los límites los pones tú".
Es tan ñoño y a la vez inspirador, la mezcla perfecta. Me apresuro a traspasar todos mis lápices. Es muy espacioso y puedo guardar hasta mi calculadora. Vuelvo a mirarlo, pensando en las fronteras de lo conocido. En ellas estaba yo en el parque, temblando por el frío que acompañó a mi alucinación, sin saber si seguía en la seguridad de su interior o en el desamparo de su exterior.
Así también debe sentirse Jason, tal vez peor.
Tras comer algo liviano y reposar intentando resolver algunas ecuaciones, me siento más relajada.
Hasta que miro por la ventana.
En la oscuridad de la noche que recién comienza, pareciera que mi alucinación se ha desvanecido hasta que dos puntos incandescentes brillan a la altura de sus ojos. Y esos ojos de fuego, que flotan en la negrura, no dejan de mirarme.
Me cubro los ojos, alejándome de la ventana. El temor de encontrármelo en la habitación me paraliza. No está, no ha entrado aún y la angustia es abrumadora. Cómo evitaré que venga.
No, Isabel, calma. Piensa en otra cosa, en cosas alegres. El médico dijo que escuchara música relajante. Busco mi teléfono y escojo algo que se oiga tranquilo y dulce. La suave melodía llena la habitación y me meto a la cama, tapándome hasta la cabeza. En la oscuridad tras mis párpados, vuelven a acecharme sus ojos rojos.
Duermo un sueño ligero e intranquilo, que es interrumpido por el sonido del teléfono. Torpemente olvidé silenciarlo.
Es Jason. También olvidé llamarlo por lo del regalo.
—¿Qué pasó? Vine a buscarte al Iceberg y no llegaste a trabajar.
Me olvidé por completo de todo, soy la peor novia del mundo. Intento disculparme, pero mis palabras no lo satisfacen. Creo que está enfadado o preocupado o todo al mismo tiempo.
—Dime lo que ocurre. Yo confié en ti. Exijo el mismo trato.
Tiene razón.
Le cuento de mi visita al médico, de los exámenes y de mi alucinación.
—Ahora está afuera de la casa, pero tengo tanto miedo de que empiece a aparecer dentro también. Sé que no es real y que no puede lastimarme, pero no se sintió así en el parque. Allí se sentía como si fuera de carne y hueso... La mente es muy poderosa ¿No?
Permanece en silencio. Debe creer que estoy más loca que él. Tal vez se aleje, eso sería lo mejor para los dos. Juntos, podríamos potenciar nuestra locura.
—Intenta no pensar en eso y descansa.
Esas son sus últimas palabras. Tan simples y a la vez tan difíciles de concretar.
Silencio el teléfono y dejo la luz de la lámpara encendida. Si el chico frío viene, sus ojos no brillarán del modo en que lo hacían en la oscuridad.
~🦇~
El frágil sueño se rompe nuevamente, jamás podré descansar. De espaldas a la ventana, veo mi habitación en tinieblas.
Yo había dejado la luz encendida... ¿En qué momento la apagué?
Mi cuerpo, todavía adormilado, se estremece por una repentina frialdad que llega desde mi espalda. Y mi mente, como una máquina oxidada y vieja, rechina intentando alcanzar la eficiencia de antaño. La luz apagada, el frío, el colchón ligeramente inclinado por un peso tras de mí...
Ya no estoy sola en la cama.
Paralizada, apenas y puedo respirar, mucho menos moverme. Si giro y veo esos ojos rojos, será el fin. Mi mente caerá en un abismo y nada la traerá de vuelta.
No es real, no es real, no es real... me repito incansable, rogando para volver a dormirme o que la alucinación acabe.
El frío se intensifica cuando una gélida mano se desliza por mi cintura.
Y mi desesperado grito acaba con la quietud sepulcral de la noche.
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Editado: 27.10.2020