SAMANTHA
Llegar a casa y observar la soledad de la misma me acribillaba el corazón. Dejé la cartera en el suelo, sin importarme nada, y me encaminé a las escaleras, pero me detuve en la primera para observar en dirección a la entrada.
Un recuerdo flotó a través de mi cabeza y sonreí, sintiendo una lágrima recorrerme la mejilla.
—Dime algo en italiano —pidió él, estacionando el auto frente a una casa que en ese momento desconocía.
—Mm —lo pensé, mirando hacia el techo—. Sei l’amore della mia vita.
—Ese acento te queda mucho más sexy que el portugués —murmuró, calentando mis mejillas—. ¿Traducción, por favor?
—Eres el amor de mi vida —hablé y él sonrió, mostrándome los dientes.
—Yo también sé decir algo en italiano, pero debes acompañarme primero —pidió él, bajándose del auto para abrir mi puerta—. Venga, señorita.
Acepté su mano y salí del auto. Él me acorraló con cuidado contra el mismo y solté una risita nerviosa, llevando mi mano temblorosa a su pecho.
—Benvenuto nella nostra casa, amore mio —habló en un torpe acento italiano, señalando la casa tras de sí y yo alcé las cejas ante la sorpresa cuando entendí.
Acababa de darme la bienvenida a nuestra casa. ¿En qué momento organizó todo eso?
Sacudió las llaves en mis narices, haciendo gestos insinuantes con las cejas. Se las arrebaté, riendo de felicidad y abrí la puerta por primera vez.
Él me alzó por la cintura y yo chillé por la sorpresa, pero terminé riendo cuando me regaló besos tronados en la mejilla.
Ni siquiera observé en ese momento la casa. Me giré en mis talones y enrosqué mis brazos en su cuello, perdiéndome en la marea gris de su mirada antes de chocar, con muy poca delicadeza, mis labios sobre los suyos.
Volví a tierra cuando aquel recuerdo se esfumó de mi cabeza. Limpié mi mejilla, continuando mi camino a la habitación. Abrí la puerta y dejé de respirar, observando aquella cama vacía en la que dormí.
Me senté sobre el colchón y tomé su almohada, llevándola a mi pecho para abrazarla. Enterré mi rostro en la misma, aspirando el olor de su champú.
Los recuerdos me sacudían el corazón. La primera vez que lo vi en la universidad, aquella vez en la biblioteca, cuando me regaló el libro que leíamos, nuestras citas, su graduación y la mía. Esta casa está plagada de recuerdos y si él se iba… me comerían viva.
De eso no tenía dudas.
***
No sé en qué momento me quedé dormida, pero cuando desperté eran las ocho de la mañana. Saqué cálculos con mis dedos y alcé las cejas cuando caí en cuenta de que había dormido un poco más de diez horas. Tantas noches en vela por la situación de Dylan hicieron mella en mi cuerpo.
Me desperecé, olisqueando su almohada una última vez antes de meterme a la ducha y asearme. Me vestí con lo primero que vi: unos pantalones de yoga, una franela blanca de Dylan y unas zapatillas deportivas.
Recogí mi cabello en un moño sin tenerle mucho cuidado y bajé a la sala. No planeaba verme bien, me sentía de la mierda y no había nada que pudiera cubrirlo: ni el maquillaje, ni la ropa, ni siquiera una sonrisa.
Me adentré en mi carro y manejé hasta nuestro lugar: el café. Encendí la radio para que los pensamientos no me carcomieran el cerebro y respiré hondo cuando escuché una melodía triste que me reconfortó un poco.
Estacioné frente al local y sostuve con fuerza el volante en mis manos. Mi pecho se agitó al ver la entrada del café y el oxígeno pareció evaporarse antes de llegar a mis pulmones.
Mis vellos se erizaron de repente, sin motivo aparente, y observé hacia adelante, donde resplandecía mi anillo de compromiso. Lo acerqué a mí, detallándolo mejor: era de plata, con tres incrustaciones, la de los laterales más pequeñas que la del medio. Lo saqué de mi dedo y lo coloqué a la altura de mis ojos, sopesando si seguirlo usando o no.
A veces sentía que me pesaba, como un recordatorio de lo que podía perder si Dylan decidía no abrir sus ojos. No mejorar.
Y entonces, percibí algo de lo que no me había dado cuenta antes. Tenía una frase tallada en el interior del aro, una que hizo que mis ojos se llenasen de agua salada.
“Aquí reside nuestro para siempre.”
Sonreí sin poderlo evitar, sintiendo una inyección de esperanza y me coloqué de nuevo el anillo en su lugar. Salí del auto y me encaminé al local, sentándome en la misma mesa de siempre.
Observé por el ventanal, imaginando que Dylan llegaría en cualquier momento y se reuniría conmigo. Me permití fantasear con que, al despertar esa mañana, todo había sido una simple pesadilla y que él nunca tuvo aquel maldito accidente.
Que mi realidad era otra.
La mesera vino a tomar mi orden y solo pedí un chocolate caliente. Una de las tantas conversaciones que tuvimos aquí se empezó a adueñar de mi cabeza y la dejé fluir mientras esperaba.