Llego a la empresa para ir antes al gimnasio, sin embargo, mi plan se ve frustrado cuando el hombre de mantenimiento me detiene en la puerta y me dice que está inhabilitado hasta nuevo aviso.
Al parecer, una tubería ha reventado y ha dañado todas las máquinas y la electricidad de la sala.
“Qué suerte la mía”, pienso sacando el móvil de mi bolsillo para buscar un gimnasio cercano.
Hay uno a dos kilómetros de aquí, así que, bajo al estacionamiento del edificio, me subo a mi coche y pongo rumbo hacia allí con la mascarilla cubriendo mi rostro y una gorra para evitar a los periodistas.
Llamo al telefonillo de la entrada, la recepcionista me deja pasar y me abre una ficha para que no tenga necesidad de firmar a la entrada y salida del recinto.
No sé cuánto tiempo estará el gimnasio de la empresa inhabilitado, por lo que pago el primer mes, me dan mi tarjeta de cliente y me dirijo hacia la segunda planta, donde la chica me ha comentado que está el ring de boxeo.
Me siento un poco agarrotado y decido dirigirme hacia el saco situado a pocos metros de la única clienta que se encuentra en la planta a esas horas de la mañana.
Me siento en un banco para prepararme y le doy unos toques al punching ball para entrar en calor.
Escucho los golpes y pequeños gemidos que provienen de la mujer y, sin querer, mis ojos se quedan clavados en ella, admirando cada puñetazo y patada que da.
“Parece enfadada”, pienso al escuchar un sollozo.
No sé cuánto tiempo llevo observándola, embobado, cuando ella para sus acometidas y apoya la frente en el saco para llorar.
No solo está enfadada, también está triste y, por una extraña razón, eso hace que mi estómago se revuelva.
Veo cómo su respiración se acelera, su rostro se vuelve pálido y está a punto de caer al suelo. Corro hacia ella y la sujeto por la cintura. La ayudo a sentarse en el banco y traigo su macuto para que beba agua y se reponga.
—¿Seguro que está mejor? —le inquiero acuclillado delante de ella para intentar ver el color llegar a su rostro, ahora visible a mis ojos.
—He… He tenido un pequeño ataque de ansiedad, pero ya se ha pasado. Gracias por la ayuda —contesta haciendo una reverencia un poco forzada por su estado de salud.
—No hay de qué. Sé que no es de mi incumbencia, pero no he podido evitar mirarle mientras le pegaba a ese pobre saco. No ha tenido una buena noche, ¿verdad?
La mujer me dedica una leve sonrisa y asiente con la cabeza alzando la botella para dar otro sorbo de agua.
—Me he dado cuenta de que la gente nunca me deja de sorprender. Cuando parece que conozco todo sobre una persona, el universo da una sacudida y me hace caer de nuevo en el mismo error. Una y otra vez —me dice con las lágrimas resbalando por sus mejillas sonrosadas.
—Tengo la impresión de que esa persona es algo más que un amigo.
—Me ha pillado. Creo que mi ejercicio ha terminado por hoy —mira el reloj de su muñeca y comienza a quitarse los guantes después de subir la mascarilla—. Gracias de nuevo por ayudarme. ¿Cómo puedo compensarlo?
—No es necesario. Cualquiera hubiera actuado igual.
—No estoy segura de ello. Se ha perdido la solidaridad en esta sociedad —guarda los guantes y las vendas en su macuto y saca una tarjeta de su cartera—. Me gustaría…
Después de quince minutos delante de ella, la chica clava su mirada verde aceituna en mí y sus palabras se quedan en el aire cuando no me quita la mirada.
Parpadea varias veces y su rostro refleja asombro.
“¿Me ha reconocido? Imposible”, me pregunto temeroso.
La mujer sacude la cabeza con delicadeza haciendo que su pelo cobrizo recogido en una cola alta se balancee por su espalda y sus hombros, traga saliva y se pone recta en el asiento antes de continuar con la frase que había dejado a medias:
—Me gustaría agradecerle su ayuda. Ese es mi teléfono y las señas de mi oficina. Si necesita o se le ocurre algo que pueda hacer como compensación, no dude en ponerse en contacto.
Su voz es un poco ronca y tartamudea. Cojo la tarjeta, me alzo en toda mi altura y la guardo en el bolsillo de mi pantalón.
—¿Está segura de que ya se encuentra mejor? No es recomendable que conduzca en ese estado —le comento sin poder frenar las palabras antes de que salgan de mi boca.
—No se preocupe, he venido en taxi y así me iré. Gracias otra vez —se levanta del banco, se pone el macuto en el hombro y se marcha echando un vistazo a la hora de su reloj.
No se me ocurre ninguna excusa para frenarla y solo contemplo cómo se va de la sala.
Saco su tarjeta del bolsillo y leo su nombre: “Elenor Santana. Definitivamente no es coreana, en absoluto”.