El palacio de Lucian, una joya de mármol y cristal, brillaba con una opulencia que contrastaba agudamente con la sensación de asfixia que Elena experimentaba día tras día. Cada rincón, cada lujoso detalle, parecía conspirar contra su deseo de libertad, transformando el esplendor en una prisión dorada de la que no podía escapar. Los muros altos y las puertas pesadas no eran más que símbolos de su confinamiento, donde cada gesto amable ocultaba una cadena invisible que la ataba más firmemente a su captor.
Elena pasaba sus días en el taller que Lucian había creado para ella, un lugar lleno de luz y herramientas, diseñado para inspirar creatividad. Pero a pesar de la belleza y la funcionalidad del espacio, cada momento allí se sentía como una eterna lucha por respirar. El vidrio que moldeaba bajo sus manos era una metáfora de su vida: transparente y frágil, sujeto a romperse bajo la presión.
Lucian, siempre presente, observaba cada movimiento de Elena con una intensidad que la hacía temblar. Sus ojos, oscuros y depredadores, seguían cada trazo y cada corte con una mezcla de fascinación y posesividad. Elena sentía su mirada como un peso constante, un recordatorio de su situación, de la red de control que Lucian había tejido a su alrededor.
Mientras trabajaba, Elena intentaba concentrarse en su arte, buscando refugio en la creación. Pero incluso en esos momentos, la presencia de Lucian se sentía como una sombra que ensombrecía su mente.
El sonido del vidrio al cortarse, el brillo de las piezas ensambladas, todo parecía estar teñido de la influencia de Lucian. Su creatividad, una vez un río fluido y libre, ahora se sentía como un arroyo que luchaba por avanzar entre rocas y obstáculos.
Cada obra que completaba era una batalla ganada, pero también un recordatorio de su encierro. Sus manos, hábiles y precisas, moldeaban el vidrio en formas que reflejaban su tormento interior: figuras de belleza delicada pero con grietas y fisuras que hablaban de su lucha constante. Cada escultura era un grito silencioso, una súplica de liberación que quedaba atrapada en el cristal.
Lucian, mientras tanto, se deleitaba en su posesión. Ver a Elena trabajar era para él un espectáculo hipnótico, una danza de gracia y vulnerabilidad que alimentaba su deseo de control.
Sus sentimientos de posesividad eran como un fuego que ardía intensamente, una llama que se avivaba con cada mirada furtiva, con cada suspiro de Elena. Para Lucian, Elena no era solo una artista, sino una joya preciosa que debía ser protegida y poseída.
En su mente, cada obra de Elena era un reflejo de su amor por ella, una prueba de su devoción. No podía comprender su deseo de libertad, pues para él, la protección y el control eran las mayores expresiones de su amor.
Cada vez que Elena se rebelaba o mostraba signos de querer escapar, Lucian sentía una mezcla de frustración y determinación. Debía encontrar la manera de hacerla comprender que su lugar estaba con él, bajo su protección.
El taller, lleno de luz y color, se convertía en un escenario de tensión silenciosa. Lucian, sentado en un sillón en la esquina, observaba a Elena con una intensidad que la hacía sentir desnuda y vulnerable.
Sus ojos seguían cada movimiento, como un depredador acechando a su presa, esperando el momento perfecto para atacar. La sensación de ser observada constantemente hacía que cada respiración de Elena fuera un esfuerzo consciente.
En uno de esos días, mientras trabajaba en una nueva pieza, Elena sintió que el aire se volvía más denso, como si el oxígeno se estuviera agotando. Su corazón latía con fuerza, y sus manos, normalmente firmes y seguras, comenzaron a temblar. La figura de cristal que estaba moldeando, una representación abstracta de una jaula, se le antojó como una visión de su propia vida: hermosa en su complejidad, pero esencialmente una trampa.
Lucian se levantó de su asiento, su mirada fija en Elena. Caminó hacia ella con pasos lentos y medidos, cada movimiento una demostración de su poder y control. Elena sintió su proximidad como una ola de calor, un fuego que amenazaba con consumirla. Intentó concentrarse en su trabajo, pero la presencia de Lucian era abrumadora.
— ¿Estás bien, Elena?— preguntó Lucian, su voz suave pero cargada de una autoridad que no admitía réplica.
Elena asintió, aunque sabía que su rostro delataba su ansiedad.
— Sí, solo un poco cansada.
Lucian se acercó más, su mano levantándose para acariciar el cabello de Elena. El gesto, aunque aparentemente tierno, tenía una cualidad posesiva que la hacía sentirse atrapada.
— Sabes que puedes tomarte un descanso cuando lo necesites. No quiero que te sobreesfuerces.
Elena asintió de nuevo, tratando de mantener la calma. Pero cada fibra de su ser gritaba por escapar, por liberarse de la sombra constante de Lucian. Sentía que estaba perdiendo no solo su independencia física, sino también su alma, cada día que pasaba encerrada en ese palacio.
Lucian, viendo la vulnerabilidad en los ojos de Elena, se inclinó hacia ella. Su rostro estaba tan cerca que podía sentir su aliento en la piel.
— Elena — murmuró, su voz baja y posesiva — te amo más de lo que puedes imaginar. No quiero verte sufrir. Quiero protegerte, siempre.
Antes de que Elena pudiera responder, Lucian la besó. Fue un beso posesivo, lleno de una pasión que se sentía más como un reclamo que como una muestra de amor. Sus labios eran duros y demandantes, sus brazos fuertes la rodeaban, encerrándola en un abrazo que no permitía escapatoria.
Elena sintió que el aire la abandonaba, su corazón golpeaba con fuerza contra sus costillas. El beso de Lucian era una declaración de propiedad, un recordatorio de que estaba atrapada en sus brazos, en su control. Intentó apartarse, pero la fuerza de Lucian la mantenía inmóvil. En ese momento, comprendió la magnitud de su situación, la profundidad de su prisión.
Finalmente, Lucian se apartó, sus ojos oscuros brillando con una intensidad peligrosa.
— Eres mía, Elena. Siempre lo serás.