Noviembre, 2005
—Un paso más —Instó la enfermera.
Viré el cuello mirándola mal. No me agradaba verla entera, de hecho si pudiera hacerlo elevaría cualquiera de mis piernas y le patearía mandíbula —o el estómago— para que sintiera un ápice del dolor que significaba tener una endemoniada cesárea. Pero no podía mover más que los pies, y ejecutaba los imperceptibles deslizamientos tolerando los pinchazos que me daban los puntos cocidos bajo el ombligo.
En lugar de provocarme aún más dolor, me limité a enterrar las uñas en el dorso pálido de su mano y a dar otro paso que me ayudase a encontrar a mis pequeños dormitando bajo el escrutinio cauteloso de una enfermera desconocida.
—Siento la excesividad —Murmuré, mi voz era un sonido arraigado al dolor desde que había abandonado el quirófano.
Dos días habían trascurrido desde que me convertí oficialmente en madre de unos niños tan pequeños que cabían perfectamente en la palma de la mano de quienes los tomaban. Y me quejaba, el dolor físico, así como la sensación punzante de haber sido cosida como si fuera ropa vieja molestaba tanto como el inevitablemente momento en el que el personal médico venía a mi habitación para separar a mis pequeños de mi lado.
Amamantar se había convertido en una excusa válida para regresarlos a mí tan pronto como sentía que los senos se me hinchaban de leche y tenía la sensación avariciosa de sostener a uno en brazos y alimentarlo mientras observaba su diminuta boca succionando mi pezón. Y eso duraría poco, había oído a mi madre argumentando la complicación que alimentarlos traería a medida que crecieran exigiendo más.
—Descuida —Pronunció ella.
El nombre escrito en el gafete adherido a su bata azulada médica dictaba que se llamaba Clarisa.
Clarisa era buena, la sonrisa que crispó sus labios me hizo sentir tanta culpa que sentí un leve escozor en los ojos. Mis emociones resultaban contradictorias desde el tercer mes de embarazo. A veces rompía en llanto por la sola inquisición de algún pariente, consultando el paradero del responsable que contribuyo a la creación de mis hijos, otro tanto, saltaba a reírme con demasiada felicidad por ver como mis hijos estaban siendo bienvenidos a base de regalos y cumplidos que me ablandaban el alma.
Por la inestabilidad o quizá el desarrollo precipitado de mi sentido maternal, paré en medio del pasillo acunando la mano gentil que ella me había tendido y herí por frustración.
—Discúlpame. No sé qué pensaba —Dibujé un mohín lastimero.
Clarisa asintió deshaciendo el contacto sin romper con su amabilidad de enfermera y la alejó para apoyarla en mi espalda, una invitación más para ir a visitar a mis niños tras un cristal.
Tenía la fortuna de mencionar que ellos estaban bien. Nacieron con el peso justo que un recién nacido tendría al compartir el mismo saco de gestación durante casi nueve meses, y lloraban lo suficientemente alto como para constatar que su sistema respiratorio estaba completamente desarrollado. Se alimentaban de mí cada dos o cuatro horas, y defecaban tanto como para que mi madre o alguna de las enfermeras se riera desde el asco que provocaba percibir el olor a mierda de un recién nacido.
Apenas llevaban dos días adaptándose a la superficie fuera de mi vientre y me resultaba impensable una vida sin tenerlos conmigo. No importaba el donador que bien conocía y quien también escapó al recibir la noticia. Era necesario que alejara esos pensamientos y me centrara en pensar que de ahora en más debía trabajar el triple de duro para asegurar sus futuros y educación.
Joder, era madre y estaba tan jodidamente llena de felicidad por al fin conocer sus diminutos rostros que no importaba más. Nada. Absolutamente, nada podía romper el orgullo que me daba verlos tomándome el meñique con sus fuerzas de bebés.
Di una serie de pasos que no contabilice antes de avistar mi cercanía con el estorboso cristal. En el pasillo había un padre aguardando, impaciente, manteniendo el pulgar dentro de su boca, mordisqueándose la uña mientras observaba a uno de los tantos niños acurrucados a otro extremo de la vidriera. Curvé una mueca comprensiva, también me mataba la ansiedad cuando los tenía tan cerca y a un mismo lapso, tan lejos.
Me solté de las manos de Clarisa y me paré a un lado del ansioso hombre, evitando colocar las manos en el vidrio solo para sentirme un poco más cerca de ellos, tan pequeños, tan bonitos y suaves que resultaba imposible contener la emoción de querer abrazarlos. Pero aquello no se podía, se veían demasiado pequeñitos, frágiles y siendo madre primeriza temía llegar a tomarlos con mucha fuerza y hacerles daño.
Poco a poco me iba adaptando a sus tamaños y a sostenerlos con tanta delicadeza como me fuera posible invocar.
—Entraré para acercarte uno —Dijo Clarisa.
Asentí sin desviar la mirada de sus cunas.
Llevaba amándolos desde que supe que venían en camino. Nunca imaginé o idealicé convertirme en madre porque aún continuaba viviendo con la mía y un hermano tan testarudo como celoso. De hecho, pensar en crear vida me había colocado los vellos de punta. Pero el alcohol, una fiesta y el buscar al ex medio idiota hicieron de las suyas. He aquí estaba, viendo como una enfermera de cabello negro y las manos desinfectadas tomaba a uno de mis niños en brazos para que yo lo observara.
—Tienes un niño precioso —Espetó una voz rasposa, temblorosa, quizá por los nervios.
—Dos niños preciosos y una niña más que hermosa —Rectifiqué viendo a Kaia chupándose los deditos, a Izan durmiendo como si nada pudiese quitarlo de sus dulces sueños y a Aiden siendo mecido en los brazos de Clarisa.
—¿Tres? —El asombro tiñó la voz grave del desconocido a mi lado—. ¿Primera ronda? —Moví la cabeza en afirmación—. Vaya… Felicidades —Le sonreí con agradecimiento—. La mía es la segunda ronda, una niña. Ha nacido antes de tiempo, pero se encuentra mejor. Tiene la fuerza de su madre —Comentó.