Siento que mis ojos se humedecen de nuevo y las lágrimas me corren por las mejillas de la misma forma en que lo hicieron luego de que Slippy me contara esa parte de la historia. Comencé a llorar de amargura, sentí que mi pecho se comprimía y el corazón se volvía nudo; la voz de Slippy tembló al mismo tiempo que yo.
—¿Recuerdas? —me dijo.
Lo recuerdo. Él no tuvo que seguir contándome más. Aún me aterra entender que yo sé la siguiente parte. Y la claridad de mi recuerdo.
Se esconde, se esconde en la profunda niebla una voz que hace enloquecer.
No dudes, no dudes y en las entrañas de este interminable bosque adéntrate.
De prisa, de prisa, si no te apuras te arrepentirás de perder la ocasión.
No dudes, no dudes, acércate sin miedo que se acerca ya la diversión.
La canción Trick and Treat era el estímulo que se aplicaba en la niña. Ella amaba esa canción, cantarla la hacía feliz, por eso Mateo decidió utilizarla. La mañana que llegó con prisa, ansioso de avanzar más rápido con el tratamiento, logró convencer al padre de la niña para que le permitiera llevarla a una de las habitaciones del ala de psiquiatría infantil, donde se quedaría con ella y otros dos compañeros —entre ellos una mujer— a solas. Aunque reticente al principio, el padre terminó por aceptar.
Mateo hizo cantar a la pequeña varias veces y la llenó de dulces y convivencia con el Pomerania del área que, entrenado para rehabilitar niños, despertaba en ella la más profunda y eufórica alegría. Ella se divirtió. Por un momento volvió a ser genuinamente feliz.
Mateo pensó que progresaría, pensó que de verdad podría curarla si en lugar de aclimatar las emociones negativas las inundaba. Le pidió a sus compañeros que la sujetaran de ambas manos cuando estuvo distraída, la detuvieron para evitar que se hiciera daño y él apagó las luces. La obligaron a enfrentar su miedo a la oscuridad mientras Trick and Treat sonaba a todo volumen de fondo. La música y la distancia entre la habitación y el lobby fueron suficientes para enmudecer sus gritos. Después la niña se desmayó.
Al despertar minutos después, la luz estaba encendida y la melodía de Halloween que amaba de los Vocaloid seguía sonando. Mateo le ofreció un chocolate mientras le decía que todo estaba bien; la oscuridad no podía hacerle daño si estaba feliz, después pidió que le regalara una sonrisa. Ella sonrió. Mateo acarició su cabeza y sugirió que no comentara lo que había ocurrido en la sesión a su padre, por el contrario, que lo sorprendiera demostrando que volvía a ser feliz. Ella aceptó sin dejar de sonreír. Las primeras señales de la consecuencia se manifestaron ese día.
Mateo repitió el «nuevo tratamiento» por varias semanas más, y al terminar la octava sesión, ella dejó de desmayarse y empezó a sonreír. A reírse. A carcajearse hasta de lo más mínimo y bailar por todos lados. Mateo pensó que de verdad lo estaba logrando: podía curar la depresión en el menor tiempo jamás pensado. Constantemente le decía a sus compañeros que estaban a punto de tocar el cielo con las manos. Si el tratamiento funcionaba, entonces también podría curar la depresión que padecía su novia y que la llevó a intentar suicidarse por segunda vez un mes atrás. Solo debía seguir adelante y no rendirse hasta obtener el resultado que buscaba.
En la decimotercer semana desde que Mateo empezó a cambiarlo todo, el fin llegó de forma inminente. Nunca supieron qué llevó a la niña a tomar la horrible decisión, ni siquiera lo escribió en su carta de despedida, pero reveló el verdadero resultado del tratamiento de Mateo. Ella se dejó caer del segundo piso de su casa y se rompió el cuello. Sus padres asistieron al instante apenas escucharon el sonido seco y desgarrador, encontrando a su hija con lágrimas en los ojos y una enorme sonrisa en los labios.
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Editado: 05.07.2019