Spiacente

1

Corría.

Correr era un pasatiempo que hacía por las mañanas para activar todo mí cuerpo, mantenerme en forma y para distraer mí mente. Lo hacía más que todo por gusto, correr sin meta, sin destino, solo correr y ya.

Ahora era distinto, ahora estaba corriendo para salvar mí vida. Corría con la esperanza de que al frente hubiese algún tipo de pueblo, cabaña, lago, algo que tuviese alguien que me ayudara.

Pasaba arboles, piedras, arbustos. Apartaba ramas, saltaba hoyos. Todo a una velocidad impresionante, si mí vida no corriese peligro, estaría feliz porque creo que he roto mí record. Pero no tengo tiempo para celebrar. Mucho menos para pensar estupideces.

Fui disminuyendo la velocidad. Hasta que me detuve y me oculté tras un árbol. Inhalé por la nariz y exhalé por la boca, tratando de estabilizar mí respiración. Ramas y hojas eran aplastadas unos árboles tras de mí. Deje de respirar al instante, concentrándome en las pisadas.

El silencio dominó el bosque.

Mí miedo aumentó. Juro que había escuchado pasos, pero ahora parecía estar completamente sola, el sonido de aves y animales era lo que se lograba escuchar. No pensé mucho, tengo que irme de aquí, tengo que hacerlo. Tome un impulso para comenzar a correr de nuevo. Al instante un dolor se formó en mí brazo haciéndome soltar un jadeo de dolor. El dolor me lo había causado yo misma al impulsarme con tanta fuerza y no notar que mí brazo estaba siendo sujetado por otra persona. O mejor dicho, estaba siendo sujetado por él.

— En verdad corres muy rápido, Penélope —. Soltó con un tono de burla.

— Suéltame.

— ¿Por qué huyes? —. Su agarré se apretó más, haciéndome estremecer un poco.

— ¿Por qué no debería hacerlo? —. El sarcasmo era más que evidente.

— No soy tú enemigo, Penélope —. Repitió nuevamente. Intenté zafarme, pero lo que conseguí fue darle motivos para aferrarse más a mí antebrazo —. Deja de tratar de huir, es molesto —. Se quejó.

— ¿Por qué no debería hacerlo? ¡Por Demiurgo! ¡NI SIQUIERA SÉ DONDE ESTOY! —. Exploté.

— Penélope, cálmate por favor.

— ¡No me trates como si fuésemos amigos! —. Exigí envuelta en ira.

— Claro —. Una sonrisa de pícara se formó en sus labios —. ¿Qué prefieres? —. Me recostó a un árbol, pegando su cuerpo al mío —. ¿Amigo con derecho? ¿Novio? ¿Amante? ¿Pareja? ¿Amigo con derecho a...

— ¡Cállate! —. Una carcajada resonó por todo el bosque.

— Penélope, mis intenciones fueron claras, no soy tú enemigo —. Repitió, ya me estaba hartando de escuchar esa frase.

— ¡Déjame en paz! —. Levanté mí pierna hasta darle un rodillazo en la entrepierna, y poder liberarme de su agarre.

Empujé su cuerpo hasta que cayó a un lado, y me impulsé nuevamente para dejarlo atrás. Un golpe me hizo tambalear hasta caer en seco al suelo. Un puñado de mí cabello fue sujeto con fuerza hasta levantar mí cabeza del suelo. Un trapo de color blanco cubrió mi boca y mí nariz. Trate no respirar, pero por la conmoción del momento, mis pulmones exigían oxigeno. Respire lenta y pesadamente. Sintiendo mis parpados más pesados con cada inhalación que daba.

No podía creer esto, hace un mes nada de esto encajaría en mí vida. Todo era tan absurdo, tan mediocre, tan ilógico. Tan irreal... me sentía como una idiota.

Si solo ellos no fuesen llegado. Todo sería más... simple.

— Dulces sueños, princesa —. Un suave y tierno beso fue depositado en mí mejilla, hace unas horas me fuese parecido un gesto adorable y tierno, ahora solo me parecía un gesto falso e hipócrita —. Solo confía en mí, Penélope.

Y con eso perdí por completo la razón. Sumergiéndome en una profunda oscuridad.

31 días antes.

Miércoles 1 de agosto

Y estábamos nuevamente en HeliCools, la única heladería decente en el pueblo. Y con decente me refiero a; la única heladería que coloca más de 3 capas de distintos sabores en un helado. Era mucho más que decente. Era simplemente la mejor. El color azul cielo de las paredes me daba esa comodidad que mi casa no puede darme. Claro que no todo es perfecto.

En este caso, el lugar lo era, las personas dentro de él... no tanto.

— ¡Imbécil! —. Gritó Brandon al borde de la ira.

— Pff, admite que perdiste, viejo. Creo que tenemos al frente a un mal perdedor —. Se burlo Ricardo, note como a mí guardaespaldas/amigo/chófer se le hinchaba una vena en el cuello, estaba más que enojado.

— ¿Por qué discuten ahora? —. Preguntó Jesús dándome un beso en la mejilla, posicionando para admirar la escena igual que yo.

— En realidad, me perdí al momento en que Ricardo dijo hola —. Confesé.




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