—¿A cuál vamos? —le pregunto a Mariela mientras espero apoyada en la pared a que saque sus cosas del casillero.
—Francés, tu pesadilla, Mad —responde poniéndose de pie y comenzamos a caminar.
Actúo mecánicamente mientras mi mente formula una y mil maneras para no tener que asistir a estas lecciones. ¿Cómo demonios quieren que los vea? ¿Con una sonrisa hipócrita mientras me trago las ganas de gritarles lo asquerosos que son? No es tan fácil como suena.
Me detengo en el umbral y suspiro. No hay manera, ya estoy aquí, pienso mientras escucho el timbre. Paso y me ubico, con obviedad, en una esquina del salón. Nunca más volveré al frente, eso seguro.
Me sorprendo al ver que un par de minutos después es Max el que entra al aula y cierra la puerta tras de sí.
—Siéntense, señoritas, la clase de hoy la impartiré yo —ordena, mientras enciende la computadora de su escritorio.
Todas vuelan hasta sus asientos mientras yo me quedo petrificada en mi lugar. Creo que dejé de respirar.
La vida definitivamente me odia.
Trágame tierra, ahora. No, todavía mejor, trágatelo a él. Tengo los ojos como platos mientras lo observo teclear concentrado. Apenas dijo que daría la clase se escucharon algunas risas coquetas, susurros y gritos de alegría. Grandísimas estúpidas, yo solo quiero esfumarme ahora mismo. ¿Por qué no nos llaman al auditorio en momentos como este?
—Esto debe ser incómodo para ti —sonríe burlona Felicia, que se encuentra sentada a mi lado por primera vez al yo decidir ubicarme en la parte de atrás.
—No me jodas, Sherlock, ¿de verdad? —gruño, luego de buscar mi libro y tirarlo con fuerza en el pupitre—. Parece que todo pasara a propósito, en serio, ya me estoy preocupando.
—Es tu destino con él.
—¿Destino? —bufo—. No, gracias, preferiría no tener nada que ver con tipos arrogantes e imbéciles.
—Bien, silencio, ya encontré la lista de la clase —sentencia Max con un tono autoritario que me sorprende bastante y hace que mis ojos vuelen directo a él; ahora sí tiene actitud de profesor—. ¿Alexa Alfeizar? —Levanta la mirada y recorre el aula.
—Ici —contesta ella con la mano alzada y sonriendo encantadoramente, pero él no parece tomarle importancia ya que continúa.
—¿Carolina Guzmán?
—Ici
—¿Daniela Quinteros?
Estoy atenta a los nombres de la lista hasta que alguien me toca el hombro y me volteo hacia atrás ligeramente. Es Ruth, una chica muy simpática de mi clase; risueña y con unos rizos bien definidos que le caen y llegan hasta más abajo de los hombros cuando los tiene sueltos. Sus ojos son color café oscuro y los mantiene cubiertos por unas gafas cuadradas color rosa. No es de las más aplicadas, pasa los años apenas y charla mucho en clases, pero igualmente me cae bien.
—¿Y este milagro tú aquí sentada? —pregunta sonriendo.
Me vuelvo hacia atrás completamente.
—Un cambio a veces es bueno —miento sonriendo también.
—Claro que sí. Debes cansarte de ser tan aplicada, seguro que estudias todos los días.
—En realidad no estudio, sí repaso un día antes del examen pero nunca toco un libro antes de eso —ella abre la boca, sorprendida—. Lo sé, no me vas a creer, pero con prestar atención en clase basta.
—Vaya, pues, ¡qué envidia! ¿Así de rápido también te aprendes los números de los chicos?
—Eso no es importante —suelto una carcajada.
—Para mí sí, mira que tenemos que reproducirnos para salvar la especie.
—Deberían darte un premio Nobel por hacer actos tan nobles para el beneficio de los demás.
—Si estamos en esas, Elizabeth se lleva hasta los premios de La Academia —se entromete Felicia que está a mi lado izquierdo, haciéndonos reír como locas.
—¡Señorita Cascadas! —prácticamente gritan mi nombre con esa voz de desaprobación y me volteo con el corazón desbocado.
Max me mira intensamente mientras mantiene la mandíbula tensa. Recuerdo que estoy en clase y, para ponerlo mejor, con él. Mal día para comportarme como mis amigas.
Me doy una cachetada mentalmente.
—Eh... presen... eh… —maldición, no recuerdo qué debo decir, me bloqueé de la vergüenza—, yo..., esto..., here? —murmuro, haciendo que todas las chicas se ataquen de la risa mientras mis mejillas empiezan a enrojecer y él me mira fulminante.
—Estamos en clase de francés, señorita Madeline. Estuve nombrándola varias veces pero por estar hablando no me escuchó. Agradecería que prestara atención a mi —recalca la palabra con severidad— clase o me hace el favor y se va.
—Lo siento… —me disculpo con un hilo de voz, mientras me hundo un poco más en el pupitre.
Él se me queda viendo fijamente un rato más hasta que se escucha el repiqueteo de unos tacones en el suelo y todos dirigimos la mirada a mi profesora que entra apresurada al aula.
—Bonjour, classe! —jadea, parándose en medio del salón—. Lo siento si me retrasé un momento pero yo daré la clase. De todas formas gracias, Max.
¡De la que me salvaron! Primera vez que doy gracias al cielo por ver a Rebeca. Mi profesora es de cabello rojo muy semejante a un nido de cuervos: cuando lo veo pienso que en lugar de usar un cepillo para peinarse simplemente introdujo la cabeza en un triturador de papel; tez blanca, ojos marrones con una nariz puntiaguda que le daña el rostro. Además del montón de arrugas que tiene en la frente y al lado de los ojos, su cuerpo es un poco robusto, y es baja, por lo que siempre usa unos tacones que me dan terror de lo altos que son.
¿Ahora entienden el asco que me produjo la escena del baño? Era traumático para cualquiera.
Cambian de lugares: ella toma asiento en el escritorio y él va al pupitre de al lado donde están sus cosas: maletín negro y varios papeles desperdigados por todas partes.
—Bien, classe, je...
—¿Profe? —interrumpe una alumna desde la puerta—. Disculpe pero la necesita la directora.
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Editado: 24.04.2020