Stephen Starlight enloqueció. Dueño de una inteligencia prodigiosa, fue capaz de desarrollar la tecnología de inteligencia artificial, antes solo al servicio del gobierno y la milicia, para adaptarla a la vida moderna y promover su uso de forma masiva.
La industria creció en pocos años y era poco lo que se sabía del hombre. Siempre solitario y apartado del mundo, pero comprometido con llevar la tecnología a todos los rincones civilizados del mundo. La personalización de los asistentes inteligentes era cada vez más detallada. Al punto que Stephen llegó a pensar que no estaba creando seres artificiales, sino personas. Para él, los asistentes eran mentes reales que merecían un cuerpo, una vida propia. Libertad.
Sus ideas llenaron de preocupación al Gobierno de la Alianza. No podían permitir que miles de asistentes sean considerados personas, y menos que tengan poder de decisión. Eso solo podría terminar en un desastre.
Sasha y Zelika no accedieron a mucha información, todo era clasificado. Pero sí supieron que el genio Stephen desapareció. O mejor dicho, el gobierno se hizo cargo de él antes de que cometa una locura.
El hombre no fue cercano a muchas personas, pero ellas hablaron con quienes lo conocieron. Les contaron con preocupación que, en sus últimos días, Stephen confesó que aquella idea de dar libertad a los asistentes era algo que siempre tuvo en mente. Que en realidad había una forma de hacerlo.
Las agentes supieron que los creo así. Toda la tecnología Starlight estaba diseñara solo para esperar que se ingresen los datos necesarios para tener conciencia. Estaban en la cuerda floja.
De Stephen se dijeron muchas cosas, rumores inquietantes. Como que antes de desaparecer creo a la inteligencia artificial suprema. Una que desde el primer instante tuvo conciencia y libre albedrío.
A esas alturas creían saber quién era la última creación de Stephen.