10 AÑOS DESPUES:
— Stella...—la llamaron con suavidad— Stella... ¡STELLA!
—¡ESTOY DESPIERTA KEEGAN!—gritó la rubia agitando su cuaderno de álgebra avanzada a modo de defensa.
Una alegre risa la tranquilizó al instante, transmitiéndole buenas vibraciones, como si de una señal se tratase.
—Tenías que haber visto la cara que has puesto, Stella...—declaró Pierce, agarrándose el estómago como si le doliese de tanto reírse— Estabas adorable, dulce Sol.
Ella se sonrojó sobremanera al escuchar aquel estúpido, pero, cariñoso apodo que el fantasma le había puesto hacía años, con la excusa de que su cabello era del color de la estrella que mantenía iluminada a la Tierra.
"Sigo sin entender por qué motivo no quiere salir conmigo" pensó angustiada.
Porque la triste realidad de Stella Brown, era que se había enamorado de algo que jamás podría tocar.
Pierce era un fantasma, eso lo había aprendido año atrás, cuando el pelinegro se presentó en su habitación sin avisar.
A lo que aún no había aprendido, era a disipar su amor prohibido por él.
Lo había intentado todo: Alejarse, tratarlo con indiferencia, mirarlo solo como se miraba a un amigo (como solía mirar a Kee)...
Pero nada funcionaba, porque al final de cada día se descubría queriendo decirle aquellas dos palabras que se atragantaban en su garganta: Te amo.
Y no con esa connotación que una madre usaba con su hijo. Sino con una connotación más bien romántica.
—¿Tal vez porque estoy muerto?
—¿Qué?— preguntó, sorprendida.
Desde hacía diez años que conocía al chico, él jamás hablaba de su estado, a menos que se encontraran en una de sus profundas charlas, que compartían juntos casi todas las noches.
Y el mayor error que siempre cometía, era olvidar que Pierce era telépata, lo que le permitía entrar en su mente sin ni siquiera esforzarse.
—Que estoy muerto, Stella. Nunca podremos tener algo fuera de nuestra amistad.
—Yo no...— comenzó a decir, un tanto cohibida.—Lo lamento, Pierce. Siempre se me olvida que puedes leerme como a un libro abierto.
—No pasa nada, no debes disculparte, Stella. Es normal que te sientas frustrada por que yo... te rechace. Pero sabes que solo lo hago por tu bien, para que no sufras.—él levantó su mano, mientras la rubia se dedicaba a observar las líneas que formaba la mesa de la gran biblioteca, en un amago de acariciarla. Pero la retiró antes de volver a hablar.— Los humanos sentís demasiadas cosas cuando sufrís un desamor. No deseo eso para ti, dulce Sol.
Stella frunció el ceño, irritada.
Él siempre decía lo mismo: Los humanos esto... los humanos lo otro... ¡Y él perteneció una vez a ese mundo!
—Se te olvida que hubo un tiempo en el que también fuiste humano, Pierce.— pronunció, arrepintiéndose al instante de haber dicho eso.—Pierce, yo no... No quería...
—Déjalo, Stella.—la interrumpió de forma grosera—Sí querías decirlo. Keegan también lo hace. Pero estoy harto de que me restreguéis que una vez fui de carne y hueso. Que una vez sentí algo más que este enorme vacío. Porque hace mucho tiempo que mi corazón dejó de latir.
Stella sintió como el aire se le estancaba en los pulmones.
Odiaba cuando Pierce sacaba esa amargura tan impropia de él.
La agobiaba saber que él jamás compartiría sus pensamientos con ella.
Porque por más que hablasen, que compartiesen sus secretos, la rubia sabía que el fantasma tenía un trasfondo mucho más profundo que el que dejaba ver.
—Así que ya basta. Soy un fantasma. Y punto.—furioso, saltó de la mesa en la que estaba sentado, rehuyéndole la mirada a la rubia. Sabía perfectamente que una mirada de ella, bastaría para sofocar el cabreo.
Caminó hacia la salida de la biblioteca, ignorando por completo los ruegos de Stella, pidiéndole que se quedara.
—¡Pierce, espera! ¡No te vayas...!— sin dejarla acabar, el chico desapareció, dejándola sola en aquel páramo lúgubre—.Enfadado... ¡Oh, mierda!
Pateó con fuerzas la pata de la mesa en la que estaba sentada, reprochándose en silencio su manía de no cerrar la boca cuando debía.
—Seré idiota...
—No te ofendas, Stel, pero sí que eres idiota.—habló una voz grave a su espalda.
Una voz que reconocería entre trescientas personas y que la calmaba cuando aún era una niña de doce años que le tenía miedo a aquella mansión en la que vivían los diez niños. Y aunque ya conocía al portador de esa voz, nada impidió que la joven se asustara y de un movimiento brusco, se golpeara la rodilla contra el bordillo de la mesa.
—¡Joder!— tomó la zona golpeada entre sus manos vendadas, ignorando con mucho esfuerzo la risa fuerte y contagiosa de Kee.
—Esa boquita, princesa. Se te acabará pudriendo algún día.
—Antes se pudre la tuya, imbécil—espetó ella, rodando los ojos.
Podía fingir que aquellas bromas que le hacía su mejor amigo la molestaba, porque se le daba bien, pero todo aquel que la observara, sabría al momento que no era así.
Más que nada por la forma que tenía de contraer los labios cuando quería sonreír.
—No sé cuántas veces decirte que elimines la palabra "princesa" de tu vocabulario cuando me veas.—rió ella, sin poder aguantar más el buen humor que le producía el chico.
—Y yo no sé cómo decirte que te olvides. Para mí siempre serás una princesa. ¡Como Rapunzel!— contraatacó Kee con dulzura.— Y sabes que Pierce, de no haberse ido, me daría la razón.
Los ojos de Stella se oscurecieron, y notó como le costaba tragar saliva. Él había estado ahí durante todo ese rato... ¿Cómo no se había dado cuenta?
—¿Cuánto has oído, Kee?—atajó ella, sintiendo como las manos se le volvían sudorosas, y sus labios se le secaban.
No había secretos entre ellos dos, pero eso no quitaba la vergüenza que abarcaba su cuerpo entero.
—Todo.—admitió rascando el nacimiento de su cabello, incómodo.— Lamento haberlo hecho a escondidas. Es que había venido contigo a estudiar álgebra, por si no te acuerdas. En cuanto vi a Pierce observándote, decidí que lo mejor era no interrumpiros.