Se conocían desde chicos. Eran vecinos en un barrio de clase baja. Un lugar con calles de tierra, sin cloaca y sin gas natural. Sus necesidades básicas estaban marcadas en su cuerpo y en su cerebro. El gordo, que era el apodo que le había quedado desde chico a Marcelo, era ahora un flaco alto y desgarbado. Cuando en verano andaba en cuero por la calle se podían ver sus costillas marcadas en su piel. Siempre andaba en “yunta” con su amigo del alma e inseparable, Abel que era apodado “el rata”. Tenían ambos dieciséis años, habían entrado en esa edad en que los hombres piensan solo en una cosa: sexo. Esa edad en la que cuando ven a una mujer se vuelven literalmente locos. El gordo y el rata no eran la excepción. El gordo era más extrovertido, más caradura y entrador. El rata era el más atractivo, sus ojos verdes resaltaban en su tez y cabello oscuro. El gordo lo sabía, pero no le importaba porque con su “chamuyo” podía lograr todo lo que quisiera, incluido, o sobre todo, seducir mujeres. Las chicas del barrio los tenían como dos galanes, pero todavía eran muy inmaduros. Igualmente ambos habían debutado con una prostituta del barrio a la cual habían visitado, luego de la primera vez de ambos, varias veces. Pero ya estaban cansados de las prostitutas y de las chicas del barrio. El rata estaba, secretamente, enamorado. Nunca se lo había contado al gordo. Su amada era una chica que vivía unas pocas cuadras de su barrio, en un barrio elegante de casas grandes y extremadamente caras. Un día había llevado una pizza ya que trabajaba los fines de semana de delivery en una pizzería del barrio pituco. Tocó el timbre y una dulce voz pregunto quién era mientras un ojo celeste lo miraba inquiridoramente desde la diminuta mirilla. Abel sonrió y le mostro la pizza << Soy el de delivery >> le dijo con su voz gruesa. La niña abrió la puerta y Abel creyó ver personificado el sueño que siempre había tenido en toda su vida. La cara de chica era perfecta, labios gruesos, dientes extremadamente blancos y un agraciado cuerpo con forma de guitarra. Nunca olvidaría los shorcitos que ella llevaba puestos, le quedaron marcados a fuego en su memoria. Cuando la vio e intentó saludarla para quedar como un tipo canchero y seguro, simplemente tartamudeó como un tonto; ella sonrió sonrojándose, al igual que él, y Abel pensó que moriría de vergüenza mientras sentía que se enamoraba en el acto. Ella le dio el dinero para pagarle la pizza y él sintió una descarga eléctrica cuando sus manos se rozaron. Abel le dio el vuelo y ella le dio una escasa, por no decir miserable, propina. Se saludaron y antes de que se cierre la puerta Abel tomó coraje y le preguntó como se llamaba.
Abel tomó su bicicleta y volvió a la pizzería. Iba por la calle medio atontado mientras repetía una y otra vez << ¡Qué linda es la Victoria! ¡Qué linda es la Victoria! >>
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Editado: 28.05.2018