En los ojos de muchos, mi familia era bastante peculiar. Mientras que muchas familias tradicionales iban a misa los domingos o que otras directamente se lo pasaban en su casa, nuestro último día de la semana era bastante único en sí. Era muy normal el hablar sobre la espiritualidad y las energías en mi casa, más teniendo a mamá que había hecho decenas de cursos sobre el reiki, que trataba sobre una forma de transferencia de energía para facilitar el bienestar físico, emocional y espiritual a partir de los chakras. Ella creía que, ayudando a otros mediante el reiki y limpiando su aura, su energía interna se limpiaría a medida que curara las externas.
Eran sus hijas con quienes practicaba el reiki. Tranquilamente podría habernos metido un espíritu si quería, pero como era nuestra mamá y confiábamos en ella hasta en el peor momento, dejamos que hiciera sus bailes de manos sin pensarlo. Hubiera sido mentira si no pensaba que mi hermana pequeña poseída podría haber explicado muchas cosas de su comportamiento y locuras, pero quien sabe. La genética elegía sus rasgos de formas interesantes.
Ni Morgan ni yo estábamos interesadas en el reiki. Sí creíamos en las energías, sí dejábamos que mamá hiciera sus malabares frente a nosotras, pero nunca fue nuestro centro de interés. Papá siempre la molestaba, a veces interrumpiendo sus sesiones, bailando de manera exagerada o estúpida a sus espaldas y haciendo que nos riéramos hasta con mamá persiguiéndolo con sus sahumerios. En eso se basaban la mayoría de nuestros domingos a la mañana.
Era inclusive parte de nuestra rutina; despertarse en plena mañana, tratar de no rodar los escalones de las escaleras, que mamá haga su reiki con nosotras, desayuno y blah. Así terminaba mis fines de semana. Ella decía que el último día semanal era cuando más pesada estaba nuestra aura, tras una semana completa tanto de trabajo como de escuela, las malas vibras era el primer parásito a nuestra alma que cambiaban nuestro humor en un instante.
La realidad era que mi parásito más grande eran mis profesores y el dolor en el cabeza que me causaban. Solo quedaba un semestre más de mi último año en la secundaria y no podía creer lo eterno que se estaba haciendo. Nunca me había gustado estudiar, ni hablar de atender a una clase donde una de las obligaciones para poder entender es prestar atención, lo cual no fue una cualidad que yo haya heredado. Una mosca volando a un lado de la ventana me parecía mucho más interesante que las ecuaciones derivadas.
A diferencia mía, Jamie amaba ir a la escuela. Ahí mismo nos habíamos conocido hacía un tiempo, en los primeros años de la secundaria, el primer día que presentí la mala relación que tendría con el instituto. Ella apareció con su pelo rubio atado en dos trenzas y con los lentes apoyados en su tabique y por alguna razón supe que esa amistad sería duradera.
— ¿Puedo sentarme contigo? —había prácticamente susurrado tan bajo que fue difícil entenderla, su timidez clara en tres palabras—. Me-Me llamo Jamie.
Recuerdo haberle sonreído y tirado de la silla a al lado mío para que se sentara. De no haber sido por Jamie, yo hubiera repetido el año. Varias veces. Ella me ayudaba con sus apuntes, resúmenes y hasta había llegado a hacerme las evaluaciones. No es algo de lo que estuviera orgullosa y sólo un ángel como ella hubiera ayudado a un desastre como yo.
Fue por eso mismo que, un ser bondadoso como yo, la ayudó a conocer a su pareja, a su amor desde que habíamos ingresado a tercer año; Asher Monroe. Desde el primer momento que el chico le pidió el lápiz aquel primer día, nunca más pudo superarlo. Hasta que tuve que ponerme en acción, Jamie era muy tímida para hacer algo y ya había visto las ojeadas que Asher le daba. Era solo cuestión de un encuentro para que ellos se conocieran.
Ya llevaban más de un año y medio de relación, y no había persona que la hiciera más feliz que él. Bueno, aparte de mí quería creer, después de todo yo era la razón de que su amor se hubiese dado. Si había alguien que encima le daba la seguridad que ella necesitaba, era él y sabía que la cuidaba más de lo que alguna vez pensé que haría.
Mi relación con Asher se había vuelto muy fuerte, no me sorprendió que eso pasara después de pasar tanto tiempo con él y con Jamie. Aparentemente, me gustaba jugar a la carretilla según mi mamá. Yo sabía que era la tercera rueda, pero no me molestaba en lo absoluto. Ver a mi mejor amiga feliz era suficiente para mí. Aparte, tampoco me molestaba mucho si venía con un beneficio, Asher ya teniendo su licencia de conducir y un vehículo propio, nos pasaba a buscar todos los días antes de ir a la escuela como un taxi y yo esquivaba tener que hacer todo el viaje con el bus.
Así que ahí estaba todos los días de la semana, esperando a que Asher llegara con su viejo Jeep, casi aniquilando el motor al estacionar frente a mi casa. Sacando su cabeza por la ventana del conductor, deslumbró su sonrisa que contrastaba con su piel tostada.
— ¡Vamos, Tay-lee! —me llamó, pronunciando mal mi nombre a propósito, sabiendo cuánto me molestaba. Así que el portazo que se comió el Jeep no vino porque sí y su fruncido de cejas fue lo único con lo que respondió.
Jamie se rio en el asiento de pasajero, cambiando la música desde su celular antes de estirar su mano por sobre el asiento para agarrar la mía.
—Vuelves a decirle Tay-lee y te romperá las puertas.
Asher la miró de reojo antes de girarse a mí en un milisegundo, y sonriendo una vez más, volvió a hablar:
—No es lo único que rompería.
Largando una carcajada, el Jeep pegó dos tirones al avanzar, mis manos atrapándome contra la parte de atrás del asiento para no terminar sentada en la palanca de cambios. Los cinturones eran un lujo muy grande para Asher, así que por el momento era rezar y agarrarse de lo primero que tenías a mano.