Takaino

1.3

Hubo una larga pausa en el tiempo en que su visión se reiniciaba. Cuando volvió a ver, se encontró en un cuarto cerrado de apenas algunos metros cuadrados. Tres paredes hechas de micro pantallas mostraban una imagen de su cuerpo digital desgarrado bajo una motocicleta opacada por un gran cartel de "Desconectado" en una especie de habitación pequeña que salía de otra mayor con la que no había pared de intermediaria. Estaba hiperventilando, pero no había opresión alguna en su pecho que lo requiriera. El dolor, incluso el calor, era solo fantasma.

Se encontraba sobre un par de plataformas del tamaño de sus pies, como pedales que podía mover con la libertad de sentir que volaba a un par de centímetros del suelo. Temblorosa y empapada en sudor, el pánico le hizo querer bajarse del simulador en instantes peligrosos. El traje hecho de escamas de metal que la cubrían apenas estaba retrayendo las agujas interiores que le perforaban la piel y los distintos receptores y transmisores que tenía adheridos. El que captaba su corazón estaba pitando como loco en una computadora cercana.

Las sacudidas frenéticas que hacía por liberarse hicieron que las agujas, en su camino fuera del cuerpo, le desgarraran la capa superior de la piel. El traje de metal, que le llegaba hasta el rostro evitándole únicamente la nariz y los ojos, se separó en diminutas escamas de reptil y pasó a retraerse pedacito por pedacito. Empezó por la cara y los dedos de la mano e hizo un rápido camino para unirse en el torso. El metal seguía la forma de su cuerpo como una tela elástica. Llevarlo o no se sentía exactamente igual, lo mismo que su nerviosismo.

Mason se apartó de la computadora para verificar su estado. Ella, en su apuro por alejarse de esa máquina tortuosa, se lanzó cuando creyó que el traje la había abandonado por completo. Las últimas escamas que quedaban a la altura del tobillo se encastraron en su piel. El dolor fantasma se convirtió en real. Al gritar, se dio cuenta de lo inexistentes que fueron en la realidad sus gritos virtuales.

—¡Mierda, Kate! ¡Quédate quieta! —gritó Mason, que intentó sostenerla con una mano mientras maniobraba con la otra para apagar el simulador.

Las pantallas que mostraban la imagen de la carrera se apagaron abruptamente. Las escamas de metal dejaron de luchar para plegarse y le soltaron la piel, aunque seguían sosteniéndole los pies como botas. Mason lo reinició cuando ella logró calmarse para acabar el proceso y soltarla.

Kai se bajó de las plataformas cuando a estas se las tragó la máquina. Las paredes que reproducían el mundo virtual mostraron círculos de colores que aparecían y desaparecían al azar, la imagen que ella había elegido para cuando se encontraba en suspensión. Arrastró una silla para sentarse a recobrar el aire. El sudor frío le pegó la camiseta de tirantes a la espalda al dar contra el respaldo.

Kai se miró las manos, pálidas en lugar de negras, temiendo encontrarse con las quemaduras del arrastre de la motocicleta. Nada. Su cabello tenía su negrura y el azul eléctrico de siempre, además de estar aplastado por el tiempo que pasó en el simulador. Su traje era diferente al de competición; era un enterizo hecho especialmente para ser usado en la máquina. El motivo por el que su dolor se sintió tan auténtico, lo mismo que sus placeres.

La habitación le trajo cierta calma. La realidad de estar tantos metros bajo tierra no parecía tan mala. Estaba el suelo cubierto por cables que iban de un lado al otro, carentes de luces y ornamentos que los hicieran entretenidos. Ese espacio sumado al pequeño de la habitación continua eran todo lo que le quedaba. Su comida estaba en un rincón. El baño, del tamaño de un armario, más cerca de lo que quisiera. Era el cuarto electrónico más pequeño que se extendía como un escaparate lo que más espacio ocupaba, y estaba vacío. Ni siquiera los pedales volaban en ese momento como para dar la ilusión de algo. Sin ventanas, con paredes de metal. Estaba a salvo en su hogar.

Mason se inclinó hacia adelante en una silla cercana para unir las manos sobre las rodillas. Su barba de unos días se unía a la recomposición parcial metálica de su rostro. Su piel tenía poco del dejo oliva de antaño. Al costado de su cabeza, donde tenía el cabello rubio rapado, un implante unido directamente a su cerebro hacía artísticos dibujos que en su tiempo él hizo prácticos. Metal apenas limpio. A pesar de los años que se llevaban, la diferencia era inexistente; desde hacía un milenio, cuando se crearon las cámaras de recomposición celular, la vida se había extendido a un punto en el que cientos de años eran insignificantes.

Sus padres le solían contar cómo fue la época en que ellos mismos dieron luz a la creación del aparato que detendría el envejecimiento. Primero consiguieron extender por unos años, luego décadas. Lo hacían con su propia vida y se permitían estar vivos para mejorarlo un poco más. En la actualidad la gente llegaba a los mil años sin enfermedades y ni siquiera pensaban en los Takano como para agradecérselos.

A esa altura, los cuatrocientos años de Kai eran el equivalente a los veintitantos de esa época, y los trecientos que la separaban de Mason no eran de gran significancia. El lucía mayor, pero no viejo. Nunca viejo. Ni ella. Ni nadie. Todo gracias a sus padres, a quienes la sociedad había condenado al pasado.

Tras chequear que reaccionaba bien con cortas pruebas, él pasó a las preguntas.

—¿Qué pasó?

La amargura la llevó a apretar la mandíbula hasta puntos insanos.



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En el texto hay: realidad virtual, cyborgs, mundos futuristas

Editado: 23.10.2021

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