Tal vez el último verano.

Una bicicleta entre los matorrales

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Nunca he sabido si el destino de cada persona está escrito en alguna parte o se va escribiendo según van sucediendo los hechos.
De niño, creía en Dios como todos. Un Dios justo y pendiente de sus criaturas. Un Dios que concedía todos tus deseos sin importarle lo imposibles o descabellados que fueran. Una especie de hacedor de milagros al que podías dirigirte y que siempre estaba presto a escucharte, pero...

Siempre hay un pero. Porque son esos peros los que al final marcan la diferencia. Era feliz, pero. Lo tenía todo, pero o creí que siempre viviría, pero...

Yo sé que nunca viviré para siempre, es más, el telón está a punto de bajar en esta obra de teatro que ha sido mi vida. ¿Cómo la definiría? ¿Fue una historia de amor, una historia dramática, algo triste o quizás fue una historia feliz? Creo que en realidad fue un poco de todo esto y a lo mejor, incluso alguna cosa más que me he olvidado de señalar.
A mi edad los detalles se confunden y las cosas importantes se olvidan, mientras que de repente te acuerdas de alguna anécdota divertida que sucedió cincuenta años atrás y que por un momento te hace reír como un chiquillo.
¡Y cómo me reía de niño!
Cuando el mañana no existe y el tiempo parece deslizarse como a cámara lenta y las primeras horas del día son olor a café con leche y mantequilla y las tardes bochornosas, resbalando lentamente hacia el ocaso y prendidas con alfileres en algún rincón de mi memoria que hoy, a mis años, rememoro casi a diario.
Cuando los amigos eran amigos de verdad y no meras sombras al otro lado del hilo telefónico o en la tinta de una postal que siempre llega con retraso.
Cuando el mundo parece infinito y tú sólo deseas correr para llegar al final o alcanzar ese lugar donde acaba el arco iris por si encuentras un tesoro, sólo para darte cuenta después de que el mundo es una bola muy gorda y que si corres en una sola dirección acabarás volviendo al punto de partida o donde el tesoro que buscas al final del arco iris siempre lo has llevado contigo en tu equipaje.
Cuando una sonrisa puede más que mil anhelos y la mirada de unos ojos puede atemorizarte más que las bombas que caen del cielo.
Ahora he vuelto otra vez allí, a mi infancia, a mi casa.
En realidad nunca me fui del todo. Eso siempre lo supe.
Mis sobrinos, mi única familia, se han rendido al fin a este último deseo de un viejo senil que roza con sus pies la fría sombra de la muerte y que ya llega a vislumbrar la blanca lápida donde descansará hasta el fin de los tiempos.
He mirado a los ojos a la muerte y solo he sentido quietud.
Ningún desasosiego, ni tampoco temor.
Sólo silencio y paz.
Un amplio paraje silencioso por el que caminar para siempre hasta volverme a encontrar con ella.
Ella, sí, Christine, esperándome desde hace tanto tiempo.
Las sombras de la tarde se alargan y el cielo se inflama de ricos dorados y parece sangrar teñido de púrpuras y carmines.
Me dicen que entre en casa, pero no les hago caso. Ellos disponen de infinitos atardeceres aún por ver, yo estoy acabando el cupo de los míos.
Quiero mirar la linea del horizonte donde al fin se funde con el mar y donde los rayos de un sol agonizante como yo mismo, guiñan a mis ojos llenos de lágrimas, saltando entre las olas.
No puedo evitar volver a verla interponiéndose entre el sol y yo mismo, brillando con los destellos de la luz dorada que parece enredarse en su cabello, bailando al son de una música que sólo ella escucha. Observándome mientras me sonríe desde el pasado que ya no está.
¿Por qué he vuelto? 
La respuesta no tarda en surgir en mi mente.
He vuelto por ella, por Christine. Deseaba recordarla aquí en este lugar, donde nos conocimos y compartimos el que posiblemente fue, tal vez el último verano de nuestras vidas.

 




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