A la mañana siguiente casi olvidé lo ocurrido el día anterior. Si no hubiera sido por la molestia que sentía en mi brazo, el tener que llevar aquel incomodo cabestrillo y el recuerdo de los ojos de Christine, me habría figurado que lo soñé todo.
Casi hubiera preferido que fuera un sueño, me dije al ver el grupo de personas que esperaba junto a la puerta del colegio. Casi... sus ojos mirándome era algo de lo que no quería olvidarme.
Todo el mundo parecía haberse enterado de mi heroicidad, que a mi entender no fue tal, tan solo un acto de reflejos, y esperaban para aclamar a su héroe. El héroe del Saint Rémy, que era el nombre de nuestro colegio.
Hasta los profesores me palmearon la espalda cuando entré en el aula. Tan solo una persona no se alegró de verme. Antoine me miraba con un odio indescriptible.
Christine y Jean Paul, que ayer desapareció de forma muy extraña, me esperaban en la clase, orgullosos de sentarse a mi lado y poder decir que eran mis amigos.
—Gracias por salvar a mi hermanita —me dijo Jean Paul, cuando me senté a su lado —Chris no me dejó quedarme contigo, ayer, lo siento.
—Podrías haberme dicho que tú y ella erais hermanos —dije yo.
—¿Qué importancia tiene? —Preguntó él sin darse por enterado —¿No me digas que pensaste que eramos...?
—Os vi tan juntos y tan amigos que...
—¿Te gusta Chris? —Preguntó sorprendido.
Yo no contesté, pero tampoco hacía falta.
—No voy a decir que tengas un gusto horrible —dijo Jean Paul —, porque mi hermana es bastante guapa y eso, pero tú aún no la conoces...
—Eso es lo que más me gustaría —contesté —, conocerla.
—Lo harás —me dijo muy serio —y luego te arrepentirás. Es una mandona y a veces no hay quién la aguante. Además cuando se enfada, tiene un genio horrible...
—Entonces procuraré no enfadarla.
—¡Chaval! Parece que estás loquito por ella.
—No lo sabes tú bien —dije y sonreí.
Christine se acercaba en ese momento hasta nosotros y al ver que nos callábamos de golpe nos miró con el ceño fruncido.
—¿Estabais hablando de mí?
—¿Que te decía? —dijo Jean Paul mirándome—. Quizás debería dejaros solos.
Le agarré del cuello de la camisa cuando hacía intención de levantarse y volví a sentarlo de golpe.
—La que debería irme soy yo —remarcó Christine —. Es de mala educación hablar de los demás a sus espaldas.
—No hablábamos de ti, Chris —mintió Jean Paul —. Hablábamos de lo ocurrido ayer. De nuestro amigo el héroe del Saint Rémy.
Ella se sentó frente a su pupitre, justo a mi lado. Muy, muy cerca de mí.
—Parece que todo el mundo se ha enterado sin necesidad de decir nada —comentó ella.
—Hubo mucha gente que lo vio —dijo su hermano.
El profesor entró en el aula y todo el mundo se sentó y las conversaciones se acallaron.
—Como todos sabréis a estas alturas —dijo monsieur Lucien, el profesor—. Ayer sucedió algo horrible y que gracias a Dios y sobre todo a la rápida actuación de uno de vuestros compañeros, no llegó a tener unas consecuencias desgraciadas para nadie. Pedro, haz el favor de levantarte.
Me puse en pie entre los murmullos de toda la clase y el profesor continuó.
—Pedro, tenemos que felicitarte por tu enorme valentía y por tu responsabilidad hacía los demás, al poner en riesgo tu propia vida para salvar la de un compañero. Si todos los seres humanos siguieran tu ejemplo, las guerras se acabarían y los países podrían vivir para siempre en paz. Démosle un fuerte aplauso.
Toda la clase aplaudió, o casi toda, porque Antoine permaneció con los brazos cruzados y una mirada asesina en sus ojos.
—Ahora —dijo el profesor —, vamos a empezar la clase y no quiero oír una mosca volando.
El resto de la jornada transcurrió con la misma rutina de todos los días y yo suspiré de alivio al dejar de ser el centro de atención de todo el mundo.
Cuando salimos de clase a las cinco de la tarde, mis dos amigos me arrastraron hasta ese lugar al que llamaban el campo de patatas de monsieur Belmont. No tenía ni idea de lo que me iba a encontrar allí y la verdad es que acabé muy sorprendido.
Habíamos atravesado un cercado de madera y nos internamos en un campo de cultivo. Al fondo podía verse una pequeña granja que sin lugar a dudas sería la del tal monsieur Belmont. Seguí a mis dos amigos hasta que llegamos a lo que parecía una pequeña caseta hecha con tablas y bastante mal construida. Si ese era el escondite, no era gran cosa.
Jean Paul entró en la caseta el primero. De todas formas, me dije, no entraríamos los tres en aquel espacio tan reducido. El chico se agachó y le vi hurgar en el suelo, al rato escuché el sonido de algo parecido a un cerrojo al descorrerse.
—Listo —dijo él —, ya podemos bajar.
¿Bajar? Pensé que había escuchado mal, pero vi como Jean Paul alzaba una trampilla dejando a sus pies un oscuro agujero.
—¿Podrás bajar con el brazo así? —Me preguntó.
Yo me quite el pañuelo que sujetaba el cabestrillo de mi cuello y le dije que no había problema.
—Agárrate bien —me dijo Christine —, hay unos quince peldaños y está bastante oscuro, pero cuando lleguemos abajo encenderemos un quinqué.
Jean Paul bajó en primer lugar y lo primero que hizo fue sacar una caja de cerillas y encender el quinqué de petróleo. La luz iluminó el túnel y entonces pude ver los peldaños. A continuación bajé yo y Christine lo hizo inmediatamente después de mí. Al mirar un momento hacía arriba, pude ver sus zapatos justo sobre mi cabeza y a continuación sus calcetines y sus piernas hasta el inicio de su falda. Me puse tan nervioso que retiré de inmediato la vista y trastabillé, estando a punto de caerme por las escaleras.
—¿Te has hecho daño? —Me preguntó Christine, desde arriba.
—Estoy bien, sólo he tropezado.
El corazón me latía con fuerza al llegar abajo. No sólo por la casi posible caída, sino por lo que había visto al levantar la mirada.
Pensaréis que era un idiota y sí, posiblemente lo era o por lo menos me volvía un idiota al estar cerca de esa chica, pero no podía remediarlo.
Ya una vez abajo, Jean Paul alzó el quinqué y me permitió ver el famoso escondite de los dos hermanos.
El lugar parecía una vieja bodega sucia y polvorienta, pero tan grande que cabrían perfectamente cien personas adultas holgadamente. El lugar estaba dividido en varias salas y entonces me di cuenta de lo que era.
—¡Un búnker!
—Un búnker de la primera guerra mundial —aclaró Jean Paul.