Llevaba lo menos una hora tumbado en mi cama leyendo los fantásticos cuentos que había escrito Christine y sintiendo un increíble orgullo por conocerla y amarla. Christine escribía de una forma increíble para la edad que tenía cuando ideó aquellas historias. Todas ellas tenían moraleja y todas ellas eran también muy tristes. Su amiga no debía de haber sido una niña muy feliz en su infancia. Nadie podía plasmar de esa forma el dolor, la desesperanza y la falta de amor, de no haberlo sufrido en persona. Eso hacía que me escociera el alma, como cuando te echaban alcohol en una herida reciente. Sufría por lo que ella había sufrido y cada vez la amaba más.
Ahora se encontraba sola.
¡No! Me dije, no está sola mientras me tenga a mí y a mi familia.
Sabía cuál era el propósito de mi vida: Cuidar de Christine y hacer que fuera feliz.
Había dejado el libro sobre la mesilla de noche y estaba a punto de quedarme dormido, cuando escuché voces en el pasillo. Mi madre y mi amiga habían terminado de hacer lo que estuvieran haciendo.
Sentí que las voces se acercaban hasta mi cuarto y me incorporé.
La puerta se había abierto muy despacio, como si él que la empujara temiera despertarme.
—¿Pedro? —Escuché que Christine susurraba muy bajito.
—Me acerqué a la puerta y la abrí.
Mi corazón se detuvo un instante al ver a mi amiga...aunque ya no estaba muy seguro de poder llamarla así.
Christine estaba irreconocible, tuve que hacer un esfuerzo para reconocerla y no creía haberlo conseguido.
—¿Cómo...?
Christine se había cortado el pelo muy corto, casi como lo llevaba yo y también se lo había teñido de castaño oscuro. En todo esto vi la mano de mi madre.
Se había vestido con mi ropa, unos pantalones cortos sujetos por tirantes y una vieja camisa mía que yo hacía tiempo no usaba, e incluso un par de zapatos deslustrados que a mí se me habían quedado pequeños, pero que mi madre se empeñaba en guardar. Estaba muy cambiada, podría pasar perfectamente por un chico.
—¿Qué te parece?
—No lo sé —le dije. Pensaba que si me veían con ella por la calle, dándole la mano, la gente pensaría cosas equivocadas de mí.
En ese momento mi madre subía la escalera y se acercaba a nosotros.
—Pedro, te presento a tu primo André.
—¿Mi primo, André?
—Sí, a partir de ahora deberás llamarla así. Tú sabes el peligro al que nos enfrentamos.
—Lo sé —dije. Y también dije que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de protegerla.
—Por unos días no conviene que salgas a la calle —le dijo mi madre a Christine, me costaba pensar en ella con su nuevo nombre —, por lo menos hasta que la curiosidad de la gente se enfrié. Yo iré diciendo por ahí que mi sobrino André, vendrá a pasar el verano con nosotros. La gente se lo terminará creyendo.
—¿Crees que funcionará? —Pregunté yo.
—¡Claro que sí! Solo hay que ver la cara que has puesto y que todavía tienes, Pedrito. No la reconociste, ¿verdad?
—Todavía me cuesta hacerlo —reconocí.
Estaba tan diferente que, cuando me miraba, me sentía extraño.
—Nadie debe enterarse —Nos recomendó mi madre —, Christine deberá aprender a comportarse como un chico. Tú, Pedro, la enseñarás. Esta tarde cuando venga tu padre, haremos una pequeña prueba...ahora voy a volver con las gemelas. Siguen en la cama con su resfriado veraniego.
Mi madre se marchó y nos dejó solos.
Me quedé sin saber que decir. Es algo difícil mostrarse tal y como uno es, cuando no reconoces a la persona que tienes delante.
—He leído tus cuentos —le dije.
—¿Sí? ¿Qué te han parecido?
—Creo que son increíbles. Me han gustado mucho, tienes mucho talento escribiendo.
Ella hizo un gesto de humildad.
—Hace mucho que no escribo.
—Pues deberías volver a hacerlo.
Christine o André o que sé yo, me cogió de la mano y no pude evitar dar un respingo.
—Sigo siendo yo, Pedro.
—Lo...lo sé. Lo siento. Es que te miro y no te reconozco.
—Salgamos al patio, ahí nadie puede vernos.
Sin soltarme de la mano, me guió hasta afuera. Nos sentamos en un banco de madera que estaba muy cerca de los grandes girasoles, bajo el sol del mediodía.
Ella levantó la vista al cielo, azul, sin nubes. El sol ardía en su cabello teñido, que por cierto no le quedaba nada mal.
—¿Qué va a ser de mí ahora?
Lo había dicho casi como si no fuera una pregunta, más bien como un hecho objetivo, como un lamento.
—Nosotros cuidaremos de ti, Chris.
—André, tienes que acordarte de llamarme así.
—Creo que me va a costar un poco—le dije.
—No será tan difícil... ¿Sabes? Cuando me dijiste que mis padres habían muerto, creo...creo que ya lo sabía. No sé cómo, pero lo sabía. Ahora ya sólo quedo yo. ¿Quién podrá haber hecho algo así?
—No lo sé, pero lo averiguaré —tenía en mente esa idea desde que me enteré de la muerte de Paul.
—Eso es muy peligroso, Pedro...
—No te creas, se puede llegar a enterar uno de muchas cosas sólo sabiendo dónde escuchar.
Ella me miró intrigada, pero no dije nada más. Al ver sus ojos, esos ojos que no había podido cambiar y que seguían siendo suyos, supe que haría cualquier cosa por ella, incluso morir...o matar.