Christine se habría marchado muy temprano y ni siquiera se ha despedido de mí, pensé. En el fondo de mi alma sabía que estaba haciendo lo correcto, pero eso ya me importaba muy poco. En realidad, ya nada me importaba. La vida para mí había terminado aquella noche, cuando lo que más amaba en el mundo se marchó de mi lado, llorando y odiándome.
Ya nada tenía importancia. Sin ella, ¿Para qué seguir viviendo?
He de reconocer que por mi cabeza pasó la idea de desaparecer. Pero seguramente sería tan cobarde y tan mezquino, que ni eso sabría hacer.
Christine estará bien, me repetía como un mantra, tratando de aliviar mi destrozado corazón.
No funcionó.
Al bajar a la cocina la vi allí, sentada, desayunando una rebanada de pan tostado, untada en mantequilla.
Al verme se levantó de la silla. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos de haber pasado toda la noche llorando, casi como yo.
Cuando ya estaba junto a mí me dio una bofetada tan fuerte, que en mi oído sonó un largo pitido. Luego me agarró por la nuca y me beso en los labios. Una de cal y otra de arena como se solía decir, aunque nunca he sabido cual es cual.
—¡Eres...eres odioso, Pedro Aranda! ¿Creías que iba a creerte? Sé lo que intentas hacer y no te va a funcionar, eso tenlo bien claro.
—Tienes que irte con tu tío, es la única forma de que estés a salvo. No me lo perdonaría si te llegase a ocurrir algo.
Si ni yo mismo creía en mis palabras, por qué pensé que ella iba a hacerlo.
—Mi tío piensa venir a recogerme a mediodía, pero tú y yo ya estaremos lejos de aquí —dijo ella como si hubiera estado meditándolo toda la noche, cosa que era cierta.
—¿Dónde vamos a ir, Christine?
—A cualquier parte, lejos de aquí, lejos de esta maldita guerra y de la crueldad de la gente...
—No podríamos huir y tú lo sabes. La gente es cruel en todas partes, Christine.
—Te contaré un secreto —ella me tomó de la mano —, sólo te lo diré una vez y luego quiero que lo olvides para siempre. Mi verdadero nombre no es, Christine, sino Sarah. Mis padres creyeron que debían cambiármelo cuando se enteraron del odio hacia los judíos que comenzaba a brotar en toda Europa. Fue una medida de precaución. También nos hicieron asistir a misa católica todos los domingos y no es que renegaran de su fe, que seguíamos manteniendo, sino por seguridad. Mi padre siempre decía que Dios no nos iba a castigar por eso...creo que al final se equivocó, si hemos sido castigados.
—¡Sarah! —Dije en voz baja pensando que igualmente me gustaba su nombre.
—Ahora olvídalo, mi nombre es Christine o, mejor dicho, André por el momento. Quizás algún día pueda volver a usar mi verdadero nombre, pero de momento no.
Asentí con la cabeza, llevaba razón.
—Recoge lo que necesites y si quieres deja una nota a tus padres, se preocuparan igualmente, pero por lo menos sabrán a lo que atenerse. No pensarán que fuiste secuestrado o tuviste un accidente.
—No sabría que decirles —dije yo desalentado.
—Yo tampoco —reconoció Chris —
—¿Crees que es buena idea, marcharnos ahora?
—No lo sé, Pedro. Pero lo que sí sé es que mi tío vendrá dentro de una hora y no podré hacer nada para impedir que me lleve con él. Tú no deseas eso, ¿verdad?
—No —respondí de inmediato —. Todo lo que te dije anoche era mentira... yo...
—Ya lo sé. Fuiste muy valiente, Pedro. Mucho más que yo.
—No, no fui valiente —negué —. Tú si eres valiente, Chris...Lo que yo intenté hacer era rendirme, tú ni te lo has planteado. Subiré a recoger algunas cosas.
La dejé en el salón un minuto mientras yo cogía algo de ropa y el dinero que tenía ahorrado que no era gran cosa, pero tampoco me atrevería nunca a robar a mis padres. Cogí también algo de comer de la cocina y lo guardé todo en una bolsa de lona que me colgué del hombro.
—Estoy listo —le dije a Christine y la cogí de la mano. Fuimos así hasta salir de los muros de mi casa, una casa a la que no pensaba regresar en ese momento. Ni siquiera miré atrás cuando franqueamos los altos muros de la masía y tomábamos el camino que nos llevaba a la ciudad.
Noté que Chris se soltaba de mi mano un minuto más tarde y comprendí. Ahora volvía a ser otra vez mi primo, André.
—Quiero pasar un momento por mi casa, Pedro —me dijo.
—Puede ser peligroso, ya lo sabes.
—Mi tío dijo que se había peleado con mi padre y yo sé que él guardaba unas cartas suyas ocultas en un lugar secreto de su alcoba. Mi padre pensaba que nadie lo sabía, pero yo una vez le vi guardar esas cartas allí, en aquel momento no le di importancia, pero ahora...Quizás en ellas explique lo que ocurrió entre ellos.
—No sé qué importancia tiene eso ahora —le dije yo.
—Mis padres me mintieron. Me dijeron que tío Jerome estaba muerto, ¿no te parece extraño?
—Casi todo lo que hacen los adultos me parece extraño. ¿Qué piensas encontrar en esas cartas?
—No lo sé. A lo mejor nada, pero quiero cerciorarme.
Chris no me estaba diciendo toda la verdad. Lo intuía. Sabía que sospechaba algo, aunque se me escapaba qué era.
Nos encaminamos hasta su barrio y entramos en su casa sin que nadie advirtiera nuestra presencia. Comprobé especialmente que Johann Kaufman no reparara en nuestra presencia cuando cruzamos por delante de la librería.
Subimos con rapidez los tres pisos hasta llegar al domicilio de Chris. Ella se separó un momento de mí y la vi agacharse junto a unas macetas que adornaban la ventana del portal.
—Siempre guardábamos una llave de la casa ahí —me dijo. Luego procedió a abrir la puerta.
Noté el cambio que se operó en la niña nada más traspasar el umbral de la puerta. Fue como si de pronto la realidad, aquella fría y pesada realidad cayera sobre ella como una losa de granito.
Su familia ya no existía. Sus padres y su hermano habían desaparecido y me pregunté qué sentiría yo si en vez de a ella, me hubiera ocurrido a mí.
Negué con la cabeza sin querer ahondar en mis sentimientos, pero al mismo tiempo comprendí la fortaleza de Christine.
—¿Estás bien? —Le pregunté.
Ella meneó la cabeza diciendo que sí, aunque me daba cuenta de que no estaba bien y pasaría mucho tiempo hasta que volviera a estarlo.
—Iré a la habitación de mis padres —me dijo —, tu quédate aquí y vigila por la ventana por si alguien nos hubiera visto entrar.
Obedecí y descorrí muy poco uno de los visillos para poder ver el exterior. Apenas si había gente pasando por la calle. No creía que nadie se hubiera dado cuenta de nuestra presencia.
Unos diez minutos más tarde, ella volvió. Vi que traía unos papeles en su mano.
—No vas a creerte lo que he encontrado —me dijo —. Alguien había registrado la habitación, han rajado incluso el colchón de su cama, pero no encontraron lo que buscaban. Mi padre lo guardaba debajo del armario, en un hueco en el suelo muy bien disimulado. Si no hubiera sabido donde encontrarlo, nunca lo hubiera averiguado...Pedro, ya sé quién mató a mi familia.