Art no decía nada al principio, se mantenía callado como el viento sereno que no tenía ánimos de arrastrar las hojarascas, permanecía con una mirada impasible en ocasiones en las que parecía estrellarse con un muro por sus propias palabras, exactamente igual a un diente de león en lo alto de una campiña, yéndose con cada hilo de brisa. Aunque yo era muy pequeño para entender de la cosmogonía, al menos lo más complejo, Art y yo constituíamos un pequeño universo con el gran potencial de brillar más que el Sol que conocíamos, pero era más prudente no hacer mucho alarde de nuestra luz, de nuestros planetas, de nuestros anillos de rareza, de nuestras ondeantes y a veces turbulentas corrientes gravitacionales. Le observé en varias ocasiones alejarse de mí como atraído por una fuerza seductora sobrenatural potente y peculiar. Ahora que tenía más edad, comprendí que ese poderío era llamado “recuerdos”. Ellos hacían que el suelo que pisabas sufriera una transfiguración, se hiciera espeso como la ciénaga y te absorbiera, incluso el clima, y con él la temperatura, tenía la potencian de guiarnos como marionetas atadas a hilos incandescentes hasta los aposentos de las imágenes recreadas por estas memorias tan vívidas como si apenas estuviesen ocurriendo. Una vez le hice una pregunta, y me sentí como adulto, solo porque mi cabeza repitió un patrón que los mayores solían repasar en esos momentos condicionados por una atmosfera circunstancial. Le había preguntado el porqué de su expresión, como si alguna vez hubiera pertenecido al cielo, y ahora era un pedazo de firmamento vilipendiado y pintado de rosa suave como el arrebol, mirando en ese instante el horizonte con la luz tenue del atardecer en sus ojos, él contestó luego de un largo silencio en el que contemplábamos el ciclo natural, la agonía del día y pronto el nacimiento de la noche.
No sabía si era bueno sentirme mal en ese instante fugaz, no comprendía mucho lo que decía, porque aunque había dicho algo que sugería la exhortación de no preocuparme por cualquier tipo de problemas, aquellas palabras revolcaron en mí las llamas de una tranquilidad sobre que siempre estaría cerca de mí. De cualquier modo, no me gustaba que sonara como si algún día se marcharía.
Después de nuestros días de compañía, muchos años después de acostumbrarme a él, a su extraña existencia en este mundo, a la especialidad que él tenía para solo ser visible a mis ojos, vinieron las pastillas antipsicóticas, los frascos que olían a hospitalización, las píldoras blancas que me recordaban a las cofias de las enfermeras y sobre todo a sus zapatos blancos, quizás porque poco era cuando levantaba el rostro y veía los gorros, y mucho lo que lo mantenía abajo, los potecitos como batas de doctor que me hablaban con voz chirriante de directora de primaria – ¡Tienes que tragarme si quieres estar bien! ¡Debes hacerlo! ¡Papá y mamá así lo quieren, sé buen chico, haz lo que te dicen Matt! –y me parecía ver que una boca de labios rosas se contorsionaba como una flor, o una falta de ondulas que escupía saliva en mi cara. Sabían amargas, me tragaba las intranquilas figuras que algunas veces se transformaban en lombrices como las que una vez vi que los indios de El Amazonas solían sacarla de los troncos de los árboles, ellos golpeaban la madera para que las muy asustadas salieran, o metían minuciosamente un palillo para extraerlas desde sus agujeros, la metían en sus bocas y masticaban como si fuera un dulce, otros la mordían a la mitad y los órganos salían del cuerpo hasta caerse, podría ser que mi mente se quería negar al efecto que me causaban, porque la mayor parte de tiempo me hacían dormir, hacían que mis pupilas lo vieran todo en exceso soporífero, hasta el punto de catalogar mi entorno como una película de bajos recursos y guion sin sentido, así que terminaba por mecerme de un lado a otro, ya fuera en la orilla de la cama, el sofá, e incluso algunas ocasiones en clases y por eso dejé de asistir algunas veces hasta casi perder el año de no ser porque mamá hacía mis tareas y las llevaba, el nocaut me tiraba de un lado, al principio me recogían del suelo desmayado del sueño, y cuando ya se hizo costumbre, tenía que buscar maneras de acostarme para no tener que despertar con hematomas en la cara. A veces despertaba por la incomodidad provocada por alguna extremidad en la que me posaba sobre ella hasta crear una presa en la que la sangre luchaba por pasar, luego un cosquilleo y una molestia, después tenía que levantar la parte para sentarme, y siempre lo hacía con un gruñido, o el *¡Ay!*de un ventrílocuo. Los efectos secundarios variaron al principio, porque me hicieron probar pequeñas dosis de antipsicóticos atípicos; prolixin, navane, hadol, alprazolam y entre otros de nombres poco fáciles de recordar para mí. El peor efecto, era el ya mencionado, otro, era la dificultad para moverme, o me quedaba mirando la nada por extensos minutos casi sin parpadear, también se resecaba mi boca y otras veces me provocaban náuseas. Al final, la clozapina –la cual apodé Sra. Clozapina – fue el nombre que con más frecuencia veía en un pote del que mi mamá extraía las píldoras y partía los gusanitos dándome una mitad, pero personalmente, no sirvieron para nada, más que para mantenerme bobo, porque siempre seguía alucinando e intentaba callar las voces en mi cabeza, sobre todo aquella frase “Nacido en el fuego, ungido en el agua, criado en el viento y devuelto a la tierra”.