La casa se encontraba repleta del peculiar olor del cartón y el periódico, mientras el sonido del papel cernirse sobre los adornos de porcelana de mamá irrumpía el silencio. Fui a mi habitación donde me albergó el sentimiento de nostalgia el solo ver mis pósteres de bandas, películas y videojuegos que había frecuentado durante mi estadía en ese lugar. También aquellos dibujos de figuras geométricas que veía en muchos de mis sueños sin sentido; figuras que trazaba al abrir los ojos para no olvidar lo inusitadas que eran sus conexiones. Las paredes estaban completamente pintadas de azul para brindar un aura de tranquilidad y armonía al lugar donde había pasado parte de mi un tanto trágica y perturbadora niñez y sobrevivido a mi pubertad. Lo único no desarmado y embalado era mi cama, todo ya se encontraba en grandes cajas y en maletas, todo quedaría atrás, la casa, mi habitación, mis recuerdos de este enigmático lugar; me encontraba triste, puesto que era casi imposible no estarlo, pero más allá estaba emocionado de poder conocer otro lugar, de empezar de nuevo, conocer una nueva cultura donde miraría el Sol desde otro ángulo, pero sobre todo estaba dispuesto a construir nuevos recuerdos en dónde nos mudaríamos, un pequeño pueblo en Irlanda.
Volteé a una esquina, estaban unos autos que había guardado en una bolsa plástica, afuera había una caja enorme donde dejaríamos nuestros juguetes de niño y se los darían a nuestros primos. Recordé que una vez estaban en la sala y comenzaron a rodar despacio hasta mí, ya en ese entonces estaba atando las locuras de mi cabeza, y tan pronto como cerré los ojos y me dije que no era cierto, al abrirlos seguían allí, en el mismo lugar que antes. Aunque trabajosamente intentaba no pensar en el pasado, era fácil no hablarlo, más revivirlo en mi cabeza ocurría casi todo el tiempo, y esperaba que irnos del país me ayudara a enterrarlo en definitiva, o era en lo que me gustaba tener fe, todo con tal de no ir al baño y pensar que golpearían la tapa del retrete, escuchar golpes en las paredes o que los aparatos electrónicos de pronto se encenderían.
Andrea y César me esperarían a las seis de la tarde en su apartamento, dijeron que querían mostrarme algo antes de que me fuera. Yo sospechaba de una segunda intención. Faltaban tres horas para las seis así que decidí hacer un pequeño recorrido por los alrededores de la urbanización de la que a partir de mañana no formaría parte.
Caminé despacio, pues no había motivo para apurarme. El clima era mi favorito, temprano en la mañana la lluvia había besado la corteza terrestre así que el frío estaba presente por toda la capital, y por eso me había puesto una sudadera de tela gruesa. Metí mis manos frías en los bolsillos del suéter e hice uso de la capucha porque mis orejas estaban frías también. Mientras caminaba observaba detalladamente las casas de mis vecinos como si más bien acabara de mudarme al vecindario.
Pasé frente a la casa de Josefa y Luís, mis vecinos de unos setenta años. Ellos solían contarme cosas que vivieron cuando eran niños. Eran unos ancianos muy sabios – como todos los ancianos supongo–. A veces esperaban a que pasara frente a su casa después de clases para tomar café con pan dulce. A medida que pasaba por allí recordé una de las historias de Josefa, de hecho mi favorita, la cual relataba con mucha añoranza: “Cuando era niña mi vida no fue nada fácil. Éramos nueve hermanos y no todos podíamos estudiar porque nuestra pobreza nos limitaba. Desde los trece comencé a trabajar en casas de familia. Llegué a conocer a un hombre español quien me propuso irme de aquí, para ese entonces yo vivía en otra ciudad. Denegué la propuesta, no quería irme y hasta el día de hoy no me arrepiento de mi elección porque conocí a Luís. De seguro mi vida pudo haber sido mucho mejor que ahora, pero dudo haber adquirido mediante una vida fácil las experiencias que he tenido. Yo sé lo que es trabajar duro, otros desconocen esto. Creo que una buena vida se mide por muchas cosas, pero pienso que se mide más por las experiencias que por lo que poseas”.
Josefa y Luís vivían con dos de sus cinco hijos en una enorme casa, ellos me querían como a uno de los suyos. Desde niño siempre me encantó conversar con ellos, me decían con frecuencia lo listo que era. Ahora ya no los vería. Pensar en eso hizo que la nariz me ardiera y que lágrimas se deformaran en mis ojos empañándolos como los vidrios de un auto en una noche fría de invierno, arrugué mis labios en un intento por reprimir el llanto que se avecinaba, me funcionó.