Eran las cinco de la tarde, aún faltaban dos horas para ir a casa de Sophia. Encendí el computador y entré a mi blog. Saqué la memoria de la cámara y la introduje en la laptop; subí las imágenes del cuervo, busqué información sobre su especie y la coloqué en la descripción, lo mismo con la Escolopendra. No subía ciertas imágenes sin antes colocar información sobre ellas. Era el turno del árbol. Tenía que buscar en la web algo sobre esa especie, así que introduje la foto en el buscador para obtener algo de información que postear. Imagen o referencias no encontradas decía la web, intenté de nuevo y fue inútil, no iba a publicar algo sin información y dejé la búsqueda para después. Ya eran las seis, me bañé y me vestí velozmente escogiendo un abrigo negro que me ofreciera comodidad y calor a lo largo de la noche. Tommy iba a pasar por mí, tenía que hacerlo para llegar hasta donde nuestra anfitriona.
Marchamos en las bicicletas despacio mientras compartíamos nuestras experiencias diarias. Tommy se alarmó cuando le comenté que había ido al lago, omitiendo que había hallado un lugar donde podía tocarse la paz alrededor de un árbol que jamás había visto ni en sueños.
A través de las ventanas de las casas se reflejaban las luces de los programas de televisión a los que eran adictas las familias. La mía no acostumbraba a quedarse mucho tiempo frente a la pantalla de un televisor, a lo mejor porque cada uno distribuía su tiempo para determinadas actividades y dejábamos fuera esa distracción. Solo cuando Cloe y yo íbamos a visitar a nuestros abuelos paternos, nos quedábamos viendo películas de terror hasta el día siguiente, nos tocaba observarlas tarde ya que la abuela era muy supersticiosa y decía que eran de “mala vibra” ese tipo de filmes.
Cuando llegamos a la casa de Sophia, Kat nos abrió la puerta a la cómoda sala decorada femeninamente con papel tapiz de rosas. Había muebles blancos, fotos de paisajes montados en marcos plateados que armonizaban con los adornos sobre una mesa redonda de cristal en la que posaba un ramo de flores silvestres del jardín de la madre de la anfitriona, quien después de varios minutos de nuestra llegada, entró a la sala un con una bandeja de tazas con chocolate humeante que nos hizo entrar en calor.
Sebastian no había llegado aún, lo cual era de esperarse. Jamás había sido puntual a la hora de reunirnos. Él no se tomaba muchos aspectos de la vida en serio, tanto los compromisos como las situaciones. Era alguien que disfrutaba darle una cara despreocupada a la vida y gracias a eso, nosotros tampoco lo tomábamos del todo en serio.
Sebastian llegó a media hora después de nosotros. La casa de Cross estaba a unos veinte minutos si caminábamos, así que nos enrumbamos sin apuro a través de las frías calles de Saint Bernard, descifrando el tipo de personas que de seguro estaban en la reunión, empapándonos con un calificativo prejuicioso que nos separaba del patrón habitual de la mayoría de los jóvenes.
Mientras nos acercábamos podíamos escuchar débilmente la música, doblamos en una esquina y solo estábamos a unas once casas, a lo lejos observábamos una aglomeración que sin quitarles la vista de encima confirmamos en nuestro pensamientos que no estábamos equivocados. No iba a estar allí para criticar lo incomodo e inconforme que me sentiría. Fácil trataría de ignorar a los habitantes de mi entorno, y si había llegado hasta allí, era para pasar tiempo con mis compañeros.
Llegamos y todas las miradas se posaron sobre nosotros. En sí, desde mucho antes de las idas al parque en las que fui desarrollando una fobia a las aglomeraciones, ya en clases, el preludio se había estado gestando con las excesivas, lacerantes y tristes burlas de todo el colegio, la enoclofobia, según Dylan, también estaba asociada a mi enfermedad, era como una maldita tachuela puesta en los “zapatos rojos” que incandescentes por el fuego, se comían mis pies, pero él dijo que podíamos hacer frente a esa incomodidad, y me ayudó después de varias terapias a solucionar mi diminuto, casi inexistente problema en comparación al padre de todos.