Sophia frecuentó mi casa en incontables ocasiones. Al comienzo fue una molestia para mí y no para mis padres, pero poco a poco se hizo agradable. Subíamos a mi habitación cada vez que iba, y fue así como la hice amante de mis bandas y películas favoritas. Ella y yo no teníamos mucho en común antes de eso, pero luego fue distinto. Salíamos a todas partes, hablamos en cualquier lugar, reíamos y bromeábamos. Las bromas respecto a nosotros fueron una avalancha, pero no importaba esta vez porque ella estaba ganándose algo de mí. Otras veces me gustaba salir solo y ver el ocaso, no para recordarla, al contrario, imaginaba que ella era la luz solar, que desaparecía de una parte cuando la luna llega.
Entre los sueños más raros que acostumbraba a tener retornaron aquellos especialmente raros con los que soñaba en mi niñez; se trataba siempre de hogueras y casas muy viejas. Esto se desarrollaba en una colonia puritana muy vieja, podía apostar que del siglo XVII. Cuando despertaba olía a quemado, pero no como cuando quemabas tu ropa con la plancha, sino más bien a un hedor desagradable y asqueroso. No encontraba significado a estos sueños ni a la frecuentada frase que se adhería “Nacido en fuego, ungido en agua, criado en el viento y devuelto la tierra”. Podría esto ser parte de las líneas de alguna obra de teatro, libro o película que había visto. Lo único raro era que estaban regresando desde mi niñez en la que pensé que los había dejado. A veces despertaba repasando estos sueños con esperanza de hallarles sentido, pero imágenes de círculos en la tierra, un bosque adornado por objetos brillantes, una danza alrededor del fuego con lobos, una anciana bruja y algo sobre venganza no era parte de una realidad común y corriente, así que les resté importancia dedicándome a aquellos que parecían decirme realmente algo.
Mi contribución en las clases de ayuda fue productiva, pude lograr que todos avanzaran con pocos tropiezos. Me había ganado la confianza de un nuevo grupo de amigos que, aunque no frecuentaba, no eran más que eso. Rick se había dado por vencido, suponía que se había percatado de que yo no era mala persona y no estaba allí para molestarlo. El embarazo de Kat apenas se notaba. A veces ambos estaban felices, hablaban como completos adultos sobre su hijo, otras no tan bien. El resto de los chicos ya lo sabía y mantendrían el secreto, el cual no era problema, él mismo se haría notar. Semanas después de la información que me había dado Ellen, fui a la floristería, no era un espacio muy amplio, pero el color de las flores lo compensaba. Para el momento en el que fui hasta el viento que no podía ver se parecía a ella, lo mismo con las flores de las cuales escogí una rosa blanca, una roja y un tulipán. No era una combinación perfecta pero el significado era la clave. Quien me atendió fue una chica de no más de treinta años y a quien le pagué fue a una anciana de pasos lentos como un gotero del agua invernal que se escurría del tejado de las casas. No me fui de la tienda sin antes preguntarle la chica si conocía a los antiguos dueños. Ella me miró de manera extraña, como si fuera una especie de broma.
El incierto era algo que podía soportar por cierto tiempo, pero sentía una fuerte necesidad por unir las piezas del rompecabezas que estaba cobrando vida ante mis ojos. Las piezas eran inentendibles y abstractas, empeorándolo todo. Algo comenzó a expandirse en mi “aura”, algo que necesitaba ser resuelto, algo oculto.
Mi libreta de pensamientos espontáneos pasó a ser mi cuaderno de apuntes de investigación. Algo tenía que saber, la chica de la floristería lo había mencionado. Había tomado aquello como algo personal y divertidamente peligroso, porque estaba dispuesto a concluirlo.
Luego de tantos encuentros con Sophia, nos hicimos novios. Desde aquel suceso con las aves ella había cambiado conmigo, y sus visitas en la ausencia de Ariel me hacían pensar que estaba en el comienzo de algo, en pleno proceso de llegar a una relación. A mi familia le encantaba esa chica. Me sentía mal en una pequeña porción porque quería decirle las cosas que solía decirle a Ariel y no podía, no sentía la inspiración que me infundía la chica que había desaparecido de mi vida. Cometía el gran error de compararla, violentaba mi forma de pensar al hacerlo, y me golpeaba la incomprensibilidad.
“¿Puedes hacer que un manzano te ofrezca limones?, ¿Pedirle a alguien que acoja una personalidad ajena? Creo que el solo hecho de imaginarlo infesta el pensar. Generalizamos acciones básicas del ser humano cuando decimos que todas personas son iguales. Lo mismo ocurre cuando ambos sexos acusan al opuesto de que todos están “cortados o cortadas con la misma tijera”. La acusación es formulada gracias a una acción básica y repetitiva en la gran mayoría de los seres humanos. Es imposible, literalmente, que se pueda decir lo mismo de la estructura del pensamiento de cada individuo, por consiguiente, abarca la personalidad.