El verano no quería marcharse aunque aún le faltaba un mes más o menos para perecer. Era un cálculo inestable ya que todo estaba cambiando, el clima, al igual que mi vida, no siempre iba en un rumbo fijo o podía predecirse.
Muchas veces me postré en los lugares en los que la serenidad del momento me capturaba, era como si se percatara de que en el cataclismo necesitara algunos segundos de paz o moriría pronto, se apiadaba de mi alma y me hacía sentarme para compartir con ella la poca cordura que se había fijado viscosamente en el recipiente donde la habían echado. En esos instantes mis ojos brillaban más porque sabía que estaba a punto de llorar, ahora entendía que el árbol era una metáfora de mi existencia. Eran más frecuentes las veces en las que me sentía desahuciado.
Había dejado de tomar las pastillas, Robert me había enseñado a ocultarlas bajo la lengua, luego las escondía en mi ropa, me había aconsejado hacerme el dopado de vez en cuando, recomendaba que me quedara viendo alguna pared u objeto fijamente para que no sospecharan ya que los enfermeros eran muy listos. Sin embargo, había otras cosas de aquel lugar a las que estaba dispuesto aceptar.
Una semana exactamente había pasado cuando mi familia fue a ver cómo me encontraba. Me trajeron ropa nueva, dulces enviados por Evans, cartas de mis amigos y una cámara que me confiscaron dos días más tarde. Estaban encantados de ver que me sentía en paz, pero que les mostrara o me sintiera bien, no era sinónimo de que siempre estaría así, porque en algunas noches me levantaba perturbado, y Robert entonces procedía a tranquilizarme llevándome a la azotea. En otras ocasiones, despertaba gritando sin parar del dolor alusivo que sentía en los sueños, y las enfermeras me aplicaban una inyección que me dopaba hasta alrededor de las doce de la tarde del día siguiente.
John nunca faltó a ningún sueño, algunas veces no me hacía retorcerme del dolor llevándome a la cabaña en donde el martirio de Ariel era el mismo que sentía yo, en cambio, solía hablarme de flores o yerbas, que era lo que le apasionaba.
Un día Thom fue a visitarme, y aunque moría por hacerle preguntas, lo rechacé por seguir enojado con él. Tenía teorías del porqué había negado la existencia de Ariel, como también estaba sorprendido de que él pudiera igualmente ver a los muertos.
Logré en unas semanas calmarme en el día, no obstante, cuando el Sol caía, me volvía temeroso de no querer soñar para no ver a John, aunque de todas maneras, en plena luz del día podía tener estigmas y nada lo detenía. Para ese entonces ya habían sido encontradas cinco chicas desde la primera. Las últimas tres no fueron diferentes de las dos primeras, todas víctimas de violación, y había sentido sus formas de morir; Tamara, de veintitrés años, apuñalada desde la espalda decenas de veces hasta convertirla en un colador humano, y Miranda de apenas quince, la menor de todas y una de las muertes que más había sorprendido a muchos, le habían mordido las muñecas hasta enterrarle los dientes en la carne y arrancársela, creando así nuevas torrentes sanguíneas al exterior, tuvo una muerte lenta y dolorosa, encontraron su cuerpo sin las muñecas en la plaza central de Saint Bernard, nadie vio nada, era una manera de escupirles la cara al departamento de policía y a los “mejores investigadores” que habían traído de la capital. El país entero estaba conmovido por estos sucesos. Tuve la epifanía de la última en plena clase de historia –la única que ocurrió en presencia de todos, pues las dos anteriores trascurrieron en la habitación – le habían abierto el pecho con un hacha, la más dolorosa hasta ese instante. Casi todos los pupitres acabaron volteados, y por mis gritos todos terminaron por dejarme solo y agonizando en mi mente, hasta que los enfermeros me pusieron una inyección que ya se había vuelto muy frecuentada para mí. Esa noche dormí en el cuarto de confinamiento, un espacio reducido en el prácticamente solo cabía una cama en la que muchas correas te inmovilizaban, y te dejaban allí sin una cobija encima. Por suerte, Robert era un maestro de las escabullidas y fue a visitarme con una manta en mano porque conocía a la perfección “el cuarto del frío”, apodado así por este. Él permaneció esa vez en silencio hasta las cinco de la madrugada porque a las seis iniciaban las actividades y tenía que llevarse la manta. Estuve enormemente agradecido con él, una mano libre de las ataduras. Otra noche, me arañé a mí mismo mientras dormía. A pesar de que eran cortadas muy pocos profundas, la sangre escandalizó a todos cuando me vieron. Aquello fue mi pasaje de retorno al cuarto de confinamiento. Pensaron que intentaba llamar la atención, y esta vez fue más por castigo, que por reprimir un ataque de esquizofrenia.
La ventaja que tenía estar en aislamiento, era que no estaba solo del todo, y que cuando me movía involuntariamente mientras dormía, Robert me despertaba y no tenía que sufrir. En la mañana siempre venían a desatarme y dejarme salir para cumplir con las diligencias. En esa parte no eran demasiado estrictos.