Aquella tarde salimos al patio para empaparnos de la naturaleza. El verano ya había llegado a su fin a mediados de julio, pues era el comienzo de agosto. Las hojas ya se estaban tintando de una mezcla entre los colores marrón y rojo, lucían muy llamativas cuando el sol empezaba a ocultarse y sus rayos se proyectaban en ellas, parecían grandes hogueras, enardecidas y ondeantes. Como leones feroces deseosos de alzarse contra la multitud que los miraba y gritaba desde lo alto de las bancas del coliseo. Uno sentía miles de analogías con solo deleitarse del brillante color de aquellos árboles matizados que estaban en el proceso del deshecho de sus hojas.
Thom venía apresurado y con mirada histérica hasta la mesa, se sentó rodando la silla y atrayendo la mirada de todos con el chirrido del roce. Apretaba su mandíbula cuando algo estaba mal, lo cual ocurría casi todo el tiempo. Sin siquiera preguntar cómo estaba, soltó la noticia. Había ido a investigar a la tienda de tatuajes y descubrió que el dibujo encontrado bajo la cama de Sophia, era en efecto, un boceto y ya alguien se lo había tatuado. El nombre del sujeto era Mitchell Bair, vivía en un área rural a pocos minutos antes de llegar al pueblo.
Al fin una luz aparecía al otro extremo del túnel mutante con cavernas y estalactitas que rompían nuestras cabezas.
El plan era simple, seguir a Mitchell hasta el lugar donde escondía a la chica, así lo atraparíamos infraganti y llamaríamos a la policía. Si les informábamos antes, corríamos el riesgo de un desastre en el que al final podría morir la chica secuestrada. Contaríamos con la ayuda de Robert ya que era de todos nosotros el más robusto, también tendríamos un arma que pertenecía a la madre de Thom y que ya había ingresado en el auto. El proceso de escape sería el mismo que el anterior. Le conté a Robert nuestro plan y no se negó, como era de esperarse.
Eran las seis de la tarde y el corazón no parada de estar agitado, era la ansiedad que me desequilibraba en ese instante. Me miré en el espejo del cuarto y podía notarse el nerviosismo en mi rostro. Sin nada que hacer para pasar el tiempo, noté que el obsequio que me había dado Thom seguía sellado, lo abrí y descubrí que era una playera negra con el nombre de una de las bandas favoritas de Thom. En el centro estaba dibujado un prisma y la descomposición de la luz a través de este. Me puse un suéter más ajustado y me la coloqué encima para no abandonar mi costumbre de cubrir a mis marcas. No le fue difícil averiguar mi talla si había dejado anteriormente una franela en su casa. Un arcoíris en medio de la oscuridad era muy significativo aparte de la explicación científica que explica el ejemplo de la imagen.
Esperamos hasta las ocho de la noche para iniciar nuestra fuga. Como siempre, iba detrás del experto, atento a las señas que hacía con sus manos, deteniéndonos en cada esquina, corriendo agachados por los pasillos y evadiendo los faros de vigilancia interna dispuestos en un poste en el centro del patio central que aislaba la estructura.
Al llegar al patio delantero no esperamos más que la pasada escapada. Fuimos rápidos de arbusto en arbusto y nuestra carrera aumentó al salir ya del lugar.
Thom no había regresado a Saint Bernard, solo se quedó a esperarnos. Cuando llegamos al auto él estaba dormido con las ventanas arriba. Tocamos el cristal sobre el que estaba apoyada su cabeza y lo despertamos de golpe. Perdimos un poco de tiempo al sacar una garrafa de gasolina que estaba en la parte trasera del auto, meter un tubo de goma y elevar el bidón para que la gasolina llenara el tanque del auto. Arrancamos a toda prisa, nerviosos y repasando el sencillo plan como en las películas animadas, quizás después de todo si estábamos locos. En uno de los compartimientos del auto estaba un revólver de negro brillante. Robert con experiencia cogió el arma, la giró abruptamente hacía un lado y el tambor de la pistola salió con todas las seis balas en sus compartimientos. Era evidente que no me tocaría usarla sin tener la mínima experiencia. Quizás no sería necesario usarla después de todo.
Nos invadía un raudal de adrenalina y temor, tanto, que en medio del camino y la oscuridad nos detuvimos para suplir a la necesidad de orinar. El Fiat Regata marcaba los noventa kilómetros por hora y tuvimos que cerrar las ventanas por los golpes de frío que daba la brisa. Las calles estaban bien asfaltadas y gracias a eso llegaríamos en poco tiempo. Miré las caras de cada uno, Thom tras el volante, presionando su mandíbula, Robert puliendo el arma casi inconscientemente. ¿Estaban tan dañas nuestras mentes cómo para aventurarnos súbitamente a un inminente peligro? ¿Cuáles eran en sí nuestras razones? ¿Nos importaba la vida de otros? Thom no era común y corriente al igual que el resto de las personas, él tenía una capacidad extrasensorial como la mía, pero él estaba más acoplado. Robert ya me había dado razones posteriormente, al parecer no le importaba su vida, le daba igual lo que ocurriera con él.