HUBO UN TIEMPO en que solía tener a la ciudad en la palma de su mano, pero más temprano que tarde, su grupo se vio acorralado debido a una gran redada y no tuvo más opción que esconderse en este pequeño y ruidoso vecindario.
Muy ruidoso.
Cuando Kev abrió los ojos y vio al rufián de pelo color infección urinaria todavía parado frente a él, levantó las cejas sin mucha voluntad. ¿Al parecer este amigo —luego de su quinta visita— finalmente iba a hacer su gran movimiento?
—Oye, lisiado —dijo el amigo, dándole una patada a su silla—. Este maldito té está frío.
Un comienzo nada creativo, Kev perdió rápidamente el poco interés que tenía y volvió a cerrar los ojos con cansancio.
Había sido otra noche de insomnio.
—Es té helado —murmuró con pereza.
Hubo un momento de silencio y luego vino otra patada a su silla mucho más fuerte que la anterior. Si no fuera una silla de buena calidad, quizá se habría tambaleado hasta volcarse.
—¿Te estás burlando de mí? —El amigo estrelló la taza contra el piso.
A pesar de que Paseo Feliz era uno de los vecindarios más ruidosos y problemáticos de esta ciudad, su pequeña tienda de té había logrado convertirse en una especie de «zona neutral» y por lo general, nadie estaba tan desesperado para venir a buscar palizas gratuitas.
Aunque, por supuesto, eventualmente, siempre habría alguien.
El ruido fue demasiado estruendoso y al abrir los ojos de nuevo, Kev vio a los tipos al otro lado de la calle mirar en dirección de la tienda, todos con expresiones sombrías y listos para acercarse. Kev negó casi imperceptiblemente con la cabeza antes de mirar al amigo alborotador.
Decidió darle otra oportunidad.
Debía mostrar algo de paciencia con la juventud descarrilada.
El sonido de la taza rompiéndose había resonado en el aire, creando un extraño silencio, como el preludio de algo. Kev se quedó mirando el piso por una eternidad cortante antes de soltar un par de chasquidos y decir sin aparente emoción:
—Tendrás que pagar eso, Mallory.
Una lástima, una lástima. La hermosa taza de vidrio transparente que alguna vez coleccionó preciados momentos, yacía ahora convertida en un desorden de cristales rotos.
La nostalgia hecha añicos de manera tan abrupta…
Casi no pudo evitar soltar un suspiro.
—No me llamo Mallory —gruñó Mallory.
—¿En serio? —Kev levantó una ceja y examinó su rostro—. Tienes cara de Mallory.
Mallory soltó una maldición qué salió más como un gruñido rabioso y se adelantó un paso, el enfado claramente moviendo todo su cuerpo.
—No te metas conmigo, lisiado. Puedo hacer que esta tienducha de mierda tuya arda.
Kev le sonrió con calma. Cuanto más se enojaba este pequeño amigo, más quería extender una mano a su cabeza amarilla «ya, ya» y darle una palmadita, «sé un buen niño».
—Eso sería un desperdicio —dijo luego de pensarlo mejor—. Dicen que aquí servimos un buen café.
Se detuvo un momento, miró a Mallory de arriba abajo y luego se llevó la mano al interior del abrigo antes de sacar una pequeña libreta cuadrada.
—Podría dejar pasar la taza, pero esta vez estamos realmente cortos de presupuesto —suspiró—. Veamos, hmm… oh, vaya. —Miró a Mallory de nuevo—. ¿Seguro que no te llamas Mallory?
Mallory, el pequeño amigo rufián, parecía cada vez más frustrado, con las venas en su frente abultándose por segundo. Dio otro paso y se detuvo justo en frente de él, mirándolo desafiante desde arriba.
—Atrévete a llamarme así de nuevo —gruñó y mandó a volar de una patada el bastón que Kev había dejado apoyado a un lado.
Al mismo tiempo, los tipos al otro lado de la calle se habían levantado otra vez con expresiones preocupadas. Aunque quién sabría por qué persona estaban realmente preocupados.
Kev solo lo miró un segundo antes de seguir mirando su libreta.
—Te las arreglaste para romper, asumo que accidentalmente, un Bauhaus de Wilhelm Wagenfeld…
—¿Un qué? —Mallory pareció vacilar un momento.
—No solo es una antigüedad —continuó Kev, todavía suspirando con pesar—. También le tenía mucho aprecio. —Levantó la cabeza y le dio una mirada fría—. Un regalo de mi querida madre para su nuera.
Mallory casi retrocedió un paso inconscientemente antes de darse cuenta de lo que hacía y sonreír con desprecio.
—¿Por qué debería importarme? —preguntó.
—¿Tú mami no te enseñó a pagar lo que rompes? —preguntó Kev de vuelta mientras hacía algunos cálculos en su libreta—. Olvídalo, estoy demasiado agotado para molestarme contigo hoy. Simplemente paga la taza y vete.
Arrancó una hoja de la libreta y se la tendió.
Mallory miró la hoja de papel por inercia y sus ojos no tardaron en abrirse con sorpresa.
—¡¿Ochocientos tres dólares?! —gritó—. ¿Estás loco? ¡¿Por una puta taza?!