Decirle a Ishma que avisaría al guardia para buscar a Lamya fue una mentira. No sentía que fuera una buena idea poner esto en un grado mayor. Solo esperaba no tener que arrepentirme de esa decisión en el futuro.
Merodeé el acuario, con una serenidad en mis pasos que no denotaban lo preocupado que estaba, todo para que nadie se percatara de lo que hacía.
Pasé por los mismos lugares varias veces, pero no encontraba a Lamya por ninguna parte. Me estaba comenzando a preocupar, aunque trataba de no pensar de ese modo. En mi mente, tenía la idea de que era una ocasión como las que yo cometí en el pasado, cuando era adolescente. Escabullirme en una excursión, faltar a clases para irme con mis amigos… Algo que, si bien era irresponsable, era cosa de jóvenes.
—¿Dónde te metiste? —dije al aire, pasando por el sector de los baños, esperando, que, con un poco de suerte, Lamya estuviera ahí.
No parecía el caso.
Entre tantos túneles y salas, me introduje por una de las vías. Según yo, había pasado por ese lugar anteriormente. Sin embargo, para mi tranquilidad y luego de veinte minutos buscando, Lamya se encontraba en un pequeño sector oculto, con apenas espacio para cinco personas. Tras pasar por aquel túnel de cristal de luces apagadas, un largo asiento de piedra daba frente a una parte del acuario, que parecía más una pecera, que a los otros lugares anterior vistos.
Antes de que notara mi presencia, busqué mi teléfono en el bolsillo y marqué a la profesora Ishma.
—Siento la tardanza, enseguida regreso con Lamya —avisé.
Lamya pegó un sobresalto.
—¿En qué lugar se había metido? —inquirió Ishma, enfadada.
—Se perdió de camino al baño —respondí—. Este lugar puede ser muy confuso. Ya la he reprendido, solo cinco minutos y estaremos en el autobús. ¿De acuerdo?
—Apúrate.
Colgué.
—Profesor… —dijo Lamya.
—Siento haberte asustado, no fue mi intención. Ahora, dime el motivo por el cual te separaste del grupo. Sabes cómo se pondrá la profesora.
—Estoy viendo… a la tortuga marina —respondió Lamya, pero no parecía una manera de justificarse. Simplemente lo comentó.
Se reclinó en el respaldo de piedra curvado, sin demostrar muchos ánimos por levantarse. Luego, se dirigió con la mirada hacia mi persona. Palmeó el espacio a su lado.
—Se hace tarde —repliqué a su invitación.
Regresó su mano a su regazo y contempló una vez más a la tortuga de caparazón plano y de colores marrones. Formaban una especie de cuadriculas en su cuerpo en tonos un poco más oscuros. La tortuga permanecía inmóvil, en un espacio extremadamente reducido sobre unas rocas desnudas.
Intuí que algo le sucedía. Le faltaba la energía tan característica que llevaba a cada día a clases, y que, cuando se iba, se podía palpar al instante.
Muy a mi pesar, decidí aceptar la invitación y me coloqué a su lado. Algo me decía que era la manera más fácil de apresurar nuestra partida.
Esperé paciente a que dijera la primera palabra.
—No me gustan los peces ni los animales de agua—comenzó—, pero los reptiles son hermosos. ¿Sabía que las tortugas de agua viven mucho menos que las de tierra?
Creí que quería llegar a un punto en particular, pero no añadió nada más.
—Ya veo —alcancé a contestar.
No sabía que decir al respecto, ni que movimientos hacer con el cuerpo. Me mantenía rígido.
En eso, la tortuga se dignó a dar un ligero nado hacia arriba.
—¡Mire! —gritó Lamya de la emoción—. Por fin. Desde que me senté aquí no se había movido un solo milímetro. Pensé que estaba muerta —sonrió aliviada, con un mano acariciando su pecho.
—¿Eso era lo que te traía mal? —pregunté.
—¿No le parece suficiente? —Me miró de reojo un segundo—. La muerte… no es como si fuera bella.
—Pero es parte de la vida.
El silencio se apoderó del pequeño lugar.
—Mis padres murieron cuando era pequeña. —Puso su espalda recta en el asiento. Me clavó la mirada directo a los ojos—. Usted también lo sabe, puedo apreciarlo en su mirada.
Tragué saliva.
—Yo…
—Perdió a alguien, lo sé —interrumpió. Otra vez sus ojos verde oliva se posaron en la tortuga que descendía a las piedras—. Perdóneme, profesor.
—Mis padres, correcto. ¿Cómo te diste cuenta?
—Porque es igual a mí —respondió con rapidez—. ¿Sabe qué? Usted siempre parece muy alegre cuando entra a clases, con su elegante corbata y sus puños abotonados, como si pudiera con todo, ¡como si fuera un superhéroe! Pero a mi no me engaña. Sus ojos me dicen que está triste. Y se lo agradezco, no es fácil mostrarse de esa manera cuando uno tiene la cabeza puesta en otra “cosa”.
—¿Eso quiere decir que tu aparentas estar bien? —Lamya bajó la mirada. Tenía las mejillas coloradas. Parece que habló más de lo necesario—. Lamento mucho lo que pasó con tus padres, Lamya. Gracias por contármelo. —Hice una pausa—. Tal como dijiste, comprendo el dolor de una perdida. Nunca me imaginé que podías comprender como me sentía.
Lamya alzó la mirada.
—¿Y no está cansado? —preguntó. Había dejado de fingir; su voz era diferente.
—Por supuesto, pero no por lo que crees.
—¿Por qué?
Me sonaba mal decirle mis inseguridades y mis aspiraciones de un niño soñador, por lo que mi lengua se rehusó a cooperar.
—Otras cosas —dije—. Problemas.
—Cuénteme, yo le conté.
—Pero no era tu intención, se te escapó —largué una risita.
—¿Y si le cuento algo? ¿Usted me dirá que es lo que le aflige? —Tendió la mano en señal de juramento— ¿Trato?
Tengo que admitir que es muy persuasiva.
—Hecho.
Nos dimos un apretón de manos.
Miré el reloj con disimulo. Me había pasado nueve minutos de lo acordado con la profesora Isich.
La señorita Lamya tomó aire y soltó:
—No me gusta la música —se mordió la lengua.
—¡Eh! —grité estupefacto, con los ojos abiertos de par en par.
No cabía en mi cabeza aquella posibilidad de que haya alguien en este mundo al que no le gustara la música.