Las parras y los emparrados estaban en su peor época del año: podridas sobre el adoquinado yacían todas sus hojas como si la noche las hubiera sacudido a propósito. El tapiz oliva fue lo primero que ocupó la atención de Adriana al descender del tren. Aquella había sido la tierra en la que había nacido treinta y cinco años antes. En su niñez había recorrido todos aquellos espacios cuando eran charcos y mangas y ella era menuda y excéntrica. El pueblo había cambiado bastante: en un principio se componía de una iglesia católica en construcción, una plaza de mercado echada al descampado como por una mano gigante, y dos tabernas: una para los liberales y otra para los conservadores. Todo eso parecía haberse ido a la basura y recambiado en ráfagas de modernidad por las novedosas piezas que viajaban constantemente en los vagones del tren. Quizá de modos distintos ambos habían cambiado asombrosamente: ella se había ido y había transformado todo su ser en el exterior y el pueblo se había quedado para recibir todo lo que del exterior podía llegarledémica para elaborar guiones cinematográficos.
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Editado: 03.07.2022