Testigo Criminal

CAPÍTULO 2

ELIAS DANKWORTH

El olor a químicos puede percibirse hasta la segunda planta de la gran oficina. Los teléfonos de cable no paran de sonar y las telefonistas tienen que hacer malabares para atender todas las llamadas de la central. 

Hoy es festivo en todo Londres y por lo visto a la gente le da por salir a comprar, cosa que es muy beneficiosa tanto para los comercios como para nuestra empresa de químicos. Sí, el fundador es mi padre y está especializada en tintes para la topa. Aquí es donde le damos forma y color a toda prenda de ropa existente.

—¡Elias! ¿Puedes llevarle estos informes al señor Dankworth?—corre hacia mí una de las muchas telefonistas morenas de pelo corto y vestido azul. 

No quiero sonar grosero, pero todas me parecen iguales y ya ni las distingo. Pelo corto por debajo las orejas con pequeñas ondas, pinta labios rosa chicle y unos horrendos vestidos azul cielo anchos hasta las rodillas. Mi padre debería reconsiderar mi propuesta de cambiar de una buena vez los uniformes de trabajo.

—¿Tengo pinta se secretario?—replico sin mostrar mucho interés.—Estoy ocupándome del sector de ventas y no doy a vasto.—señalo todos las carpetas llenas de números y pedidos que estoy ordenando en mi mesa para que las vea y se retire, pero no funciona.

—Por favor, es tu padre.—insiste quejosa y al escucharla decir eso, levanto la cabeza de golpe y me la encuentro mirándome suplicante.

Suelto un largo y cansado suspiro al escuchar la misma canción cada día.—Lo haré si dejas de repetirme mi padre es el dueño.

—Sí, sí. Lo que quieras.—sacude la cabeza atolondrada porque sus compañeras la están reclamando. Mejor, que me deje trabajar.—¡Muchas gracias, Elias!—exclama con su tonito tan agudo que perfora mis tímpanos y deja la carpeta sin cuidado en medio de mis papeles. 

No le digo nada porque el beso que me da en la mejilla me deja demasiado sorprendido.

***
A medida que voy subiendo pisos hasta llegar al último que es el del jefe, el ambiente se va calmando. Es como entrar en una burbuja de descompresión. Los trabajadores susurran en vez de chillar, el horrendo uniforme es sustituido por elegantes trajes en el caso de los hombros y sofisticadas faldas menos anchas por parte de las mujeres.

Ya no se oyen las audibles conversaciones de las telefonistas con los clientes ni el sonido de esos teléfonos perforar el aire. Ahora lo único que puede apreciarse con claridad es el tecleo de las máquinas de escribir sin cesar.

Saludo a unos cuantos empleados amables que tienen el tiempo de levantar la cabeza de sus máquinas antes de vislumbrar el gran escritorio de mi hermana Isabella y la corpulenta figura de mi padre abocada hacia ella

—¿Queréis un café y unas olivitas para picotear mientras habláis?—bromeo sorprendiéndolos y haciendo que mi hermana pegue un bote en su cómoda silla y mi padre se gire con los brazos cruzados.—Pero vais a tener que ir a buscarlas vosotros, los demás estamos demasiado ocupados en procurar que los números no nos salgan por las orejas.

Sentencio entregándole las carpetas que la telefonista me dio sin molestarme en comprobar que estén ordenadas.

—No hace falta la agresividad, hijo. Tengo ojos hasta en la nuca.—me palmea distraído cogiendo las carpetas del mostrador y hojeándolas frunciendo los labios.—¿Me has traído los informes de pedidos femeninos?—cuestiona cerrando la carpeta y elevando una ceja en mi dirección.—¿Es que acaso te está empezando a gustar el trabajo de las recepcionistas? Porque puedo hacerte un hueco si quieres...

—¡No! Con mi trabajo ya tengo más que suficiente.—bufo notando como mis mejillas empiezan a arder.—Pero me tienen como un esclavo por ser tu hijo. Diles algo.—me lamento poniendo morritos causando la risa de los dos.

—Lo único que voy a decirles es que te inviten a salir o algo.—se mofa mi padre sin intención e inmediatamente pierdo todo rastro de sonrisa, al igual que mi hermana.—Puedo decirle a...¿como se llamaba? Mady...Marie...

—Marissa.—termina mi hermana por él, hablando por primera vez desde mi aparición con un tono bajo y grave, casi en un susurro. Ella sabe perfectamente el por qué.

—Eso mismo.—chasquea los dedos conservando su sonrisa, pero debilitándose al ver nuestras expresiones largas.—¿Que os pasa? Parece que os hayáis tragado una bola de agujas.

Yo no sé que decir, mi lengua se siente pesada y se tropieza con los dientes. No soy capaz de hablar y gracias a dios que Isabella sabe a mi rescate.

—Elias me pidió que no te contara nada, pero ya no podemos escondértelo.—suspira dramática mirando hacia nuestro padre y después a mí con disculpa. No, por favor. La veo llenarse los pulmones y abro los ojos en desmesura.—Se ha estado viendo con una mujer desde hace unos días.—finaliza asintiendo firme y cuadrándose de hombros. Mi cuerpo se relaja de golpe. Estoy a salvo.

Aunque todo ese alivio va desapareciendo cuando los verdosos ojos de mi padre me analizan con sorpresa. Creo que todos hemos heredado sus ojos, excepto Isabella que heredó el gris de nuestra madre.

—¿Es cierto eso que dice tu hermana?—asiento y sus labios tiemblan.—¿Y cómo se llama?—se muestra súbitamente interesado y me rebano los sesos pensando en un nombre común y a la vez no tanto.—Charlotte. Sí, se llama Charlotte.—repito la segunda vez con más seguridad a la espera que no haya percibido mi vacile.

Estalla a carcajadas y es felicidad pura.—¡Eso es maravilloso! ¿Por que no me lo habías contado?—festeja tomándome por los hombros y dándome unas fuertes palmadas en la espalda.

Cuando consigo respirar sin estrujarme, miro por encima sus hombros y consigo vislumbrar a Isabella y le ofrezco una sonrisa de agradecimiento. De verdad que no sé qué hubiera hecho si mi madre hubiera sabido la verdad. Bueno, sí lo sé. Hubiera corrido muy, muy lejos.

—P-porque no ha sido nada...




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.