LILIAN KANE
Las aceras resbalan y mi vieja chaqueta está empapada. Hoy no es un buen día y el diluvio que cae no hace más que confirmármelo. Cité a Harold el otro día para hablar del sospechoso acuerdo al que llegamos, o mejor dicho, al que me obligó a llegar, pero el señor ni se dignó a aparecer.
Llego a comisaría como alma que lleva al diablo y me adentro a mi despacho antes de que nadie tenga la oportunidad de saludarme o reclamarme con sus estúpidas preguntas.
Lo primero que hago al cerrar la puerta con un claro portazo de; el que se atreva a molestarme va a pagar las consecuencias.
Me desabrocho la chaqueta sin la menor delicadeza y la lanzo al sillón antes de dirigirme al mini armario y servirme una copa de whisky. No ha sido una buena noche.
—Beber con el estómago vacío es sumamente desaconsejable, detective.—una voz grave proveniente del fondo de la habitación me llega como un estruendo y rompe con la calma que he logrado controlar en mi mente.
—¿Se puede saber quién le ha dado permiso para entrar en mí despacho?—escupo poniendo énfasis en mi propiedad y obligando a mi corazón a acompasarse como normalmente.
Estas cuatro paredes son mi refugio sagrado y nadie que no sea de mi confianza tiene permitido entrar aquí. Nadie.
—No necesito permiso de nadie para hablar con usted y como no había llegado aún, me he tomado el atrevimiento de esperarla pacientemente.—pronuncia despreocupadamente levantándose de mi butaca de cuero preferida.—No me diga que no soy considerado.—detecto un tono sarcástico que me enoja.
Se va acercando hasta donde me encuentro y me tomo el tiempo necesario para observarlo detenidamente. Lo primero que aprecio es el estilo tan peculiar que tiene de vestir; lleva una camisa completamente negra ajustada al cuerpo y unos pantalones de tiro alto que le resaltan los ya marcados abdominales.
Creo que en lo poco que he interactuado con él, siempre lo he visto con su media sonrisa arrogante que consigue ponerme los pelos de punta.
—No estoy dispuesta a perder más tiempo con usted, así que me dice lo que ha venido a decirme y se larga.—gruño señalando la puerta, pero como si escuchara llover, llega hasta mí y me rodea sorpresivamente.
En ningún momento aparta su mirada de la mía y mis fosas nasales se abren al recibir un aroma dulzón a la vez que mis ojos luchan por despegarse de los suyos para descubrir que es eso que está moviendo detrás mío.
—Una persona que va al grano. Me gusta.—tarde me doy cuenta de su propósito. Se ha servido una copa del whisky caro mientras yo me he quedado comp una boba observándolo.—Cuando hablamos por teléfono, maravillosa conversación por cierto, acordamos que ha partir de ahora voy a colaborar con vosotros y echaros una mano.—ha rebajado la intensidad de su tono, pero la ironía sigue ahí y me cuesta recomponerme y actuar como siempre.
—Nadie ha pedido su ayuda. No está obligado a estar aquí, pero que sepa que su "buena intención" no lo deja impune.—hago comillas con los dedos y camino decidida hasta la puerta. La abro con la evidente intención que se vaya de una maldita vez, pero ni se mueve.
—No, nadie me ha obligado. Sin embargo, me siento demasiado controlado y no me gusta.—rebate esta vez serio y, de un momento a otro, se encuentra a mi lado y cierra la puerta de un portazo.—Además, necesito algo que, desgraciadamente, solo vosotros me podéis proporcionar.
Su profunda voz a escasos centímetros de mi rostro produce un ligero cosquilleo en mis dedos y me esfuerzo por mantener la expresión vacía como siempre hago. Me cruzo de brazos y alzo el mentón recobrando al compostura.
—El qué.
—Protección.—eso es lo último que hubiera esperado que saliera de su boca.
—¿Y se puede saber por qué quiere protección, Dankworth?—cuestiono frunciendo el ceño y mirándolo fijamente. Sus ojos me miran serio y no hay pizca de sarcásmo en sus palabras.—Que yo sepa no está en peligro.
—¿Sabes la diferencia entre tú y yo?—se me acerca de nuevo adoptando, de un modo que descubro forzado. Tengo que morderme la lengua para no corregir la familiaridad con la que se dirige a mí.—Mientras tú estás aquí sentada en la cómoda y calentita butaca, yo me quedo en la calle moviendo mis propios hilos y sin ningún tipo de garantía. Ya puedes imaginarte el por qué, ¿cierto?
Levanta una ceja en mi dirección a la espera que capte la indirecta y las comisuras de sus labios se curvan hacia arriba cuando aprieto los labios y me aclaro la voz para no perder los estribos. Mi control tiene un limite, y Harold Dankworth lo está forzando.
—¿Sabe una cosa, señor Dankworth?
—Señorito.—me corrige mostrándome los dedos de su mano izquierda y por un segundo me los imagino retorciéndolos uno a uno para borrarle su estúpida sonrisa.
—Si le soy franca, me trae sin cuidado lo que haga o deje de hacer fuera de esta oficina, siempre y cuando no entorpezca la investigación.—le advierto apuntándolo con el dedo e imponiendo más distancia entre nosotros.—Entienda que a ninguno de nosotros le importa lo más mínimo sus especulaciones baratas.
Mis palabras has sido y han sonado muy duras y estoy segura que cualquier otra persona se hubiera limitado a cerrar la boca y marcharse humillada, pero en lo que he podido observar de Harold Dankworth es que esta palabra no figura en su diccionario.
—Que interesante. Es realmente curioso, Lilian.—ronronea rascándose su corta barba fingiendo pensar. Contengo el escalofrío que me recorre entera.—La última vez que observé, os veíais muy interesados en el regalito del buzón—articula con gesto perezoso y sonríe satisfecho al verme la expresión boquiabierta.
No me jodas que fue él...
—¿Fue usted acaso el que nos gastó la broma del frasco?—salto dos tonos más agudos y cruzándome de brazos para cerrar los puños en las mangas.