Testigo De Un Criminal

CAPÍTULO 20 (Parte 2)

1

Él le gritó, y ella también. Desde hace unos meses atrás, la armonía no había vuelto a pisar los suelos de la casa Kennedy, pues desde hace algunos meses los problemas entre Ashley Miller y Volker Kennedy habían ido en aumento. Se gritaban por todo, se molestaban por todo, y llegó un momento en el que la burbuja de control que los dos habían construido a su alrededor, decidió romperse.

—¿¡Dime qué es lo que quieres!? ¡No pienso soportar tu mal carácter durante mucho tiempo!

—Quiero que cierres la maldita boca ¡y me dejes en paz! Yo tampoco te soporto, Ashley.

—¡Estoy cansada, harta de ti y de todo! ¡Desde que ese maldito policía apareció en nuestras vidas estás de un carácter horroroso!

—¿¡Y qué quieres que haga si no me deja en paz!?

—Que tengas los pantalones suficientes y lo destierres de tu vida. Eres un imbécil.

Y entonces él le dio una bofetada. Fuerte, dura, rápida.

El sonido reverberó por toda la habitación, sin embargo, no era la primera vez que le pegaba.

—No, me vuelvas, a decir eso. ¿Entendiste? Y si le dices a alguien que te he pegado, lo lamentarás.

—Sí… cariño. Perdón.

Volker salió como alma que lleva el diablo. Se ajustó la cazadora gris a su cuerpo, se incrustó dentro de la tranquilidad arrasadora de su vehículo y manejó. Simplemente se aferró al volante con la esperanza de que este lo llevara lejos, tan lejos que pudiera olvidar las razones por las que él y su pareja discutían cada cinco minutos.

Ya no le importaba que lo vieran, que pudieran relacionarlo con él, y en un momento desesperado, y erróneo, por conseguir tranquilidad, acudió al departamento de Dante. Estaba tan molesto, y aunque él no quisiera reconocerlo, las noticias lo habían dejado pensando en la futura caída del Artífice de Muñecas, pues ya para ese momento, más de medio país estadounidense se había enterado del macabro hallazgo que la policía de Luisiana había descubierto en el corazón de Scott Bluffs.

Esta vez y después de mucho tiempo, por primera vez Rodrigo tenía el pie puesto sobre el cuello del tigre.

—¿Qué haces aquí? —Dante se apartó de la puerta cuando lo vio entrar.

—¿A dónde quieres que vaya si en todos lados me persiguen? Me estoy volviendo loco. Encontraron la madriguera, Dante, la encontraron.

—Tuvimos la oportunidad de regresar ahí y destruir todas las cosas que le sirvieran como evidencia a la maldita policía, pero de todas esas malditas cosas, ¡tú decidiste sacar ese maldito vestido! ¿¡Para qué querías ese vestido!?

Volker suspiró, y llevándose las manos a la cara intentó controlarse.

—Ese vestido, es muy importante para mí.

—¡No me digas! ¿Y qué vas a hacer con él? ¿Ponértelo y salir así a la calle?

—Tenemos que deshacernos de las cosas; del vestido, del tubo, las cuerdas, las cintas, de todo.

—¿Cómo que tenemos…? ¿Las tienes en tu auto?

—¿En dónde más?

—Me pregunto; ¿qué se sentirá estar en la cárcel?

—No lo sé, Dante, pero ni tú ni yo vamos a ir a ese lugar. No hasta que yo lo decida, y en este momento no quiero ir a prisión.

Los dos hombres abandonaron la seguridad momentánea del departamento. Dante subió al auto que era conducido por un Volker severamente molesto y alterado. Y si ponemos en bandeja esta terrorífica combinación de psicopatía, maldad, desestabilidad y unas ganas terribles por asesinar, cualquier resultado que obtengamos resultará ciertamente catastrófico.

Amarradas a un gran bloque de concreto, Volker lanzó por el Río Misisipi las cosas principales que había utilizado para secuestrar, amordazar y torturar a un gran número de mujeres.

En el momento en el que Volker subió al auto, seguía sin ser el mismo. Un aire atormentado de maldad brillaba en sus ojos, sus labios estaban rojos y sus manos se transparentaban cada vez que apretaba con tenacidad el volante. Algo andaba mal, algo de verdad continuaría mal y se pondría todavía peor cuando, en una calle vagamente solitaria, Volker vio a una joven muchacha que intentaba cruzar la carretera en su bicicleta. Fue entonces que pisó el acelerador y le lanzó el coche encima.

—¡Volker! —Dante gritó al golpearse— ¿¡Qué demonios hiciste!?

—Cállate y ayúdame a subirla.

—¿Te volviste loco? ¿Cómo la vas a subir? ¿Y qué pasa si nos detiene la policía con ella aquí dentro?

—Dante, una vez en tu puta vida obedéceme.

Su nombre era Maggie Gates, una joven muchachita de tan solo dieciséis años que regresaba a su casa tras una larga jornada de trabajo en una cafetería cercana. Maggie era bonita; tenía el cabello oscuro como la noche, unos ojos enormes, marrones y llenos de diminutas pestañas. Sin duda alguna, Maggi tenía el tipo de figura que a Volker parecía volverle loco, pues a pesar de no usar vestidos abombados ni zapatitos de charol, la muchacha parecía una hermosa muñeca de tocador. El asunto es que, también tenía una peculiaridad que la destacaría del resto.

Maggie era sordomuda.




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