Testimonio Relatos de Colombia

DE LA TIERRA

 

 

Hasta que al fin viene un hombre blanco a estas tierras llenas de dolor. Pero, en agradecimiento a tu esfuerzo por llegar hasta acá, te contaré la historia que mi gente y yo sufrimos por culpa de los tuyos. Soy Lliru, sin embargo, ellos me nombraron Elías Terakoa. Pertenecí a la tribu Uitoto, una de las muchas tribus víctimas de la avaricia de los blancos, quienes, buscando riquezas, solo dejaron destrucción y muerte.

Era tan solo un niño cuando se estableció la Casa Arana, los hombres blancos, los peruanos, llegaron mostrándose pacíficos con objetos como espejos, latas y peines, que para nosotros eran extraños y llamativos. Con eso le pagaban a los jefes de los clanes para que enviaran a sus gentes a recolectar el caucho, pero, eso solo fue al comienzo. Después llegó el ejército peruano quienes comenzaron con las amenazas y las torturas.

Aquellos que traían grandes cantidades de caucho los dejaban pasar, pero, a quienes llegaban con el cargamento insuficiente los separaban del grupo, golpeándolos y llamándolos perezosos. Había diferentes castigos que dependían del peso de la carga en las canastas hechas con la hoja de maíz.

–No mires –decía mamá y me cubría los ojos. Los gritos de aquellos hombres se escuchaban resonar en el campamento–. Por favor no mires.

Era muy difícil no mirar las aberraciones que cometía el hombre blanco contra los míos, los indígenas, como ellos nos llamaron. Cuando los niños caminábamos fuera de las casas veíamos a los hombres y mujeres con los pies en los cepos, con las manos amarradas, desnudos y con llagas en la piel. En algunos se veía la carne rojiza y palpitante. Los dejaban ahí toda la noche y todo el día, expuestos a las picaduras, al acecho de los gallinazos y a los duros rayos del sol.

Caminando un poco más lejos de las cabañas, retirándonos tan solo un poco del campamento para hacer nuestras cosas de niños, veíamos como los militares peruanos arrastraban a algunos de los nuestros, sujetados con cadenas. hacia dentro del bosque, donde se escuchaban los terribles gritos y los disparos.

Cada día los hombres indígenas llegaban con menos caucho a sus espaldas, así se comenzaron a escuchar más gritos con cada latigazo, los cuales cortaban el viento y desgarraban la piel de quien lo recibía, más de nosotros desaparecían en el bosque y más morían atados. Con cada sol y cada luna que se postraba en el cielo, los hombres eran cada vez menos, solo quedándonos los niños y algunas mujeres mayores. Pero, el viento soplaba con tranquilidad al ir desapareciendo los militares y con ellos su capataz.

–Se fueron. –Escuché a una mujer quien corría por todo el campamento. La luna se sostenía junto a las estrellas, era redonda e imponente mientras iluminaba con su blanca luz–. El capataz Martínez ya no está, los oí irse.

Encendieron las fogatas y comenzaron a bailar alrededor de ellas. No podíamos estar tristes, teníamos que estar alegres disfrutando nuevamente nuestra libertad. El día siguiente pensaríamos en como reconstruir lo que habíamos perdido.

–Lliru. –Oí a mamá, hablaba con tanta felicidad y, al tiempo, con tanta tristeza–. Baila, baila porque somos libres. –Me haló hacia ella y comenzó a brincar haciendo que la imitara y contagiándome de su risa apagada –. Hazlo por tu papá, quien murió para que esto fuera posible.

Mi papá y mi abuelo fueron de los últimos en morir. Se habían enfrentado, junto con algunos más, a los militares y hasta habían golpeado al capataz. Fueron flagelados hasta que el hueso se veía entre sus carnes y caían sin fuerza debido a la perdida de sangre. Mamá me cubrió con su cuerpo para que yo no mirara, sin embargo, su intento estaba lleno de desesperación y afán, así que siempre pude ver lo que pasó… Pero, estábamos celebrando de que se habían marchado los blancos.

La alegría se acabó en un solo segundo. Cerré los ojos en medio de mi risa y los abrí cuando sentí que mamá me soltó las manos. La imagen frente a mi estaba oscura y borrosa, estaba visualizando la silueta de mi madre atravesada por una flecha justo en la cabeza. El grito de guerra de otro clan se escuchó llegar desde la espesura del bosque. Allí quedé paralizado, viendo a mi madre muerta en el piso. Las mujeres y los demás niños corrían desesperados, gritaban de miedo mientras inútilmente se intentaban esconder. No solo fueron flechas y dardos que salían del bosque, prontamente se escucharon los disparos. Las personas del campamento morían, vi caer a cada mujer, una por una.

Reaccioné al ver a un indígena acercándose a mi con un hacha. Logré esquivarlo por poco y salí corriendo como los demás. En mi carrera volteé hacia atrás para ver si me seguía aquel hombre, vi que no se movió ni un poco, no se inmutó en perseguirme. Volví a mirar hacia delante y tropecé con el cepo, aterricé golpeándome la cabeza con la piedra que hacia de peso para que este no se moviera. Me senté tambaleándome, la vista se me nublaba, sentía la sangre caliente bajar cubriéndome el ojo derecho y vi a un hombre que se iba acercando. Sonriendo se agachó para estar a mi altura.

–Eres rápido niñito­ –dijo observándome y estiró la mano para agarrarme. Yo me desmayé…

Me desperté balanceándome, abrí mis ojos lentamente, el cielo estaba a mis pies y la tierra cerca a mi cabeza. Miré de un lado a otro, estaba atado a una guadua junto a otros niños y nos llevaban dos hombres indígenas, uno en cada extremo. Más adelante, iba otro grupo igual que nosotros y detrás, venia otro más. Nos detuvimos en un campamento diferente, siguiendo el rio hacia su nacimiento, allí había más indígenas y varios hombres llegaban con cargamentos de caucho, lo sabía porque llevaban canastas que se pintaban de blanco. El lugar estaba resguardado por más militares.



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En el texto hay: realismo, violencia, colombia

Editado: 18.08.2022

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